Lo que uno ve

Una foto del lugar donde vivo. De la época en que ahí no vivían mis vecinos ni yo.

Nunca fui bueno para el deporte. Jamás. Ni para saltar ni para montar en bicicleta, mucho menos para jugar fut o béisbol. Desde luego tuve mis primeras veces. En todas fracasé. En béisbol, sin ir más lejos, el primer día recibí un pelotazo en la frente; de mi primer partido de fútbol me expulsaron por patear a un compañero; el día que me animé a volear (¿así se dice?) con mis amigos de secundaria, por culpa de una ventana de rejillas fui a parar en la Dirección. Ya antes, en la primaria, me habían mandado allá porque al intentar un salto de longitud (sin entrenador ni nada, pura intuición) dejé pintada la suela de mis Caterpillar en la cara de un chiquillo de segundo grado. Esa vez no entré en la oficina de la maestra Dorita, la Directora; me estuve sentado afuera un tiempo razonable.

Total que para esas cosas no nací dotado. Y a muy duras penas, por breves periodos, he levantado fierros, guantoneado... ("Guantonear", así decía mi bisabuela cuando mi hermano y yo peleábamos, no obstante que ninguno usara guantes). A duras penas he guantoneado un fardo o montado bicicletas estacionarias en la intimidad de mi habitación. Eso ayudó a que por un tiempo mi panza no se desbordara como un mantecado.

Ahora las cosas cambiaron un poco. Y no es sólo por mi panza, que debería ser razón amplia y bastante, sino porque estoy en la medianía de la edad (o un poco más allá) y tengo una hormiga atómica recién nacida. Por eso, dicen, debo cuidarme.

Así que estas madrugadas aprovecho el último despertar de Brianda (así se llama la hormiga) para salir a correr. Y aquí empieza (disculpen el preámbulo) lo que les quería contar.

Hasta ayer había trotado a lo largo de la carretera, pero como llueve, decidí hacerlo más cerca del lugar donde vivo. Se trata de un área en construcción del mismo fraccionamiento, de modo que sólo hay calles y monte, pero nada de casas.

Venía ya de regreso cuando noté un coche blanco tras de mí avanzando muy despacio. Estaba a unos doscientos metros de mi casa; mi imaginería se activa a la menor provocación, así que apuré el paso y llegué a mi guarida no sin antes ver que el coche se había detenido detrás de un montículo de tierra y hierbas. En mi opinión, aquello no podía ser más que un momento romántico, mañanero y campirano a la vez. Y en mi experiencia (Ja!) ese tipo de momentos son esporádicos.

Sin embargo hoy, en el mismo lugar, volví a ver el automóvil blanco. Ahora lo tenía de frente, a unos ciento cincuenta metros, con las luces apuntando hacia mí, detenido. Otra vez la imaginación. Una vuelta, otra, otra. De pronto el coche reculó, hizo una maniobra para estacionarse en la calle Xicoténcatl, es decir la que sigue de la mía. Corre que corre, yo seguí mirando cómo el auto, ya con faros apagados, ya encendidos, algo esperaba. Algo que se demoró.

Era ya la hora en que la gente va al trabajo o a la escuela secundaria. O más bien dicho, la hora en que regresan aquéllos que fueron a dejar a alguien a la oficina o al colegio. El coche blanco, que por fin se había puesto en marcha tomando primero la privada y luego el bulevar, regresó enseguida, concidiendo con el coche de la seño que vive en la Xicoténcatl.

Hasta entonces me percaté de que el coche que había visto ayer y hoy era el de mi vecino de atrás, la mitad de un matrimonio joven, que es vecino de enfrente de la seño que acababa de llegar.

Un leve bocinazo, una miradita desde el coche blanco al otro. Otra mirada desde la cochera de la seño al conductor del blanco, que ya estaba estacionado. Yo, dando vueltas todavía, las piernas acalambradas y la boca reseca.

Puede que sea mi imaginación, pero el otro día oí a un padrecito regiomontano decir que fraccionamientos como en el que vivo son los culpables de tanta promiscuidad. Puede que nada tenga que ver, pero mi vecino se quedó recargado en el maletero de su coche largo rato, aun cuando yo iba llegando a mi casa y en el despoblado empezaba a correr otro señor.

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