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"Ni Verónica ni yo queríamos ir a comprar tortillas para el almuerzo. El dinero estaba en la mesa. Ante la discusión, la abuela, sin decir nada, tomó las monedas y salió callada. Ni nos dimos cuenta, ni nos acordamos del almuerzo, hasta las doce del día en que mamá la extrañó.
-¿Y Benita? -preguntó.
-No sé -le dije-. Debe de estar en su cuarto.
No estaba. Salimos al patio, rodeamos la cuadra en sus cuatro esquinas, preguntamos a los vecinos, caminamos varias calles y no la encontramos. Nos dividimos los sectores cercanos.
Verónica, cuidándose el copete que se hacía en la cabeza, al otro lado del panteón; mamá hacia el camino al mercado; papá, aunque llegó con hambre y no había qué comer, se fue por la orrilla del río; yo fui, intuitivo, a la tortillería y me señalaron, con el dedo, la dirección que había tomado.
Caminé mucho, me llevaba horas de ventaja y no le daría alcance. Al atardecer, cuando estábamos cansados de caminar, ya en la puerta de la casa, reunidos y pensando qué hacer, pasó un vecino y nos dijo haberla visto tres colonias más abajo.
Fui corriendo a buscarla en compañía del anunciante. Llegamos muy pronto. Estaba sentada en el portón de una casa. El papel en que estaban envueltas las tortillas se había roto. Se notaba cansada. Cuando me miró, me dijo:
-Juan, qué bueno que te encuentro.
En los siguientes meses la vimos empequeñecer poco a poco. Ya no se levantaba de la cama. Tres días estuvo con los ojos cerrados, respirando agitadamente. Una botella de suero suplía al alimento. Hasta que amaneció tiesa, sin respirar. La enterramos a las dos de la tarde. Mamá le lloró mucho sentada en una piedra del cementerio. Hasta entonces supimos cuánto la había querido. Nosotros llorábamos por el llanto de mamá".

Juan José Amador
Casa de altas llamas

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