El oficio más antiguo
Comentarios sobre la novela Canción de tumba, de Julián Herbert*
Uno de los personajes vivos
más famosos de Victoria en los años de mi niñez fue una muchacha alta, rubia y muda
dedicada a la prostitución. Cuando se la mencionábamos, mamá decía que la Muda ejercía
el oficio más antiguo del mundo. Yo, que siempre fui un niño lento, la supuse
curandera. Años más tarde, trabajando de maestro, llegué a una conclusión: para
profesiones antiguas, la enseñanza; y puede que prostis y profes compartan esa misma
función social.
Pero hay algo que comprendí
más recientemente: el oficio más viejo del mundo debe ser el de contador de
historias, el de narrador. Y si no, pregúntese cómo surgieron la cacería
organizada, el culto a los dioses, el miedo a los espíritus y los demás
elementos de las culturas primigenias. Alguien en torno al fuego debió, a su
modo, relatar a otros neanderthalensis hechos reales del entorno aderezados con
el producto de su imaginación.
Para deshacer la duda,
propongo que nos fijemos en esto: los oficios antiguos, por antiguos, son apostolados,
tienen algo de beatitud. Podría asegurar que no existe doctor al que jamás se
le haya consultado de manera gratuita, ya en un vagón del metro, ya en una
fiesta familiar. (Se dice que cuando estaba en campaña alguien le pidió ayuda
al doctor Zedillo pensando que sabía de medicina).
A un maestro, de igual modo,
cualquier día le solicita un vecino una lección remedial.
A una prostituta, sin
embargo, no va uno y se le para enfrente diciendo: “Ya que usted se dedica a
esto, podría por favor…”. Pero que en su calle no sepan que usted escribe,
porque entonces le dirán: “Yo he sufrido mucho. Si alguien escribiera un libro
sobre mi vida, sería una historia fenomenal”. A mí esto me lo han dicho un par
de veces. En ambas ocasiones he respondido: “No espere más: escríbalo”.
Esto lo he dicho en otra
parte: No sé qué hace a la gente suponer que su vida es tan extraordinaria como
para ponerla en un libro. Lo cierto es que todo mundo sufre, la mayoría se
enamora, se desenamora, a veces hace el amor, enferma, muere. Extraordinario
sería que nada de eso te pasara. Eso sí que sería fenomenal.
Pero entonces, ¿qué tiene de
extraordinario Canción de tumba, la
novela de Julián Herbert que obtuvo el premio Jaén de narrativa? ¿Qué tiene de
singular una historia de la que, cuéntese lo que se cuente en el medio, ya
sabemos el final? Lo respondo de prisa: tiene demasiado. Y enseguida trataré de
explicar cinco de los detalles que la convierten en una historia fenomenal.
1. Réquiem
Canción
de tumba tiene la orfandad como pretexto. Un hombre parado sobre
la línea de sus cuarenta años, digamos de una vez que Julián Herbert, atestigua
la agonía y la muerte de su madre, Guadalupe Chávez, prostituta retirada,
vencida por la leucemia. Más tarde le tocará acudir al velorio de su papá. La
historia, que se compone de memorias frescas y lejanas de la relación entre
hijo y madre, se irá construyendo junto a la cama de un hospital.
Estamos ante una oración
fúnebre, un responso que hace Julián sin ceder a la tentación de las loas. Su
madre está muerta, sí; pero es la misma madre a la que un día le dijo que le
estaba jodiendo la vida, la misma a la que odió religiosamente desde 1992 hasta 1999, a la que, también, ha amado
siempre con la luz intacta de la mañana en que le enseñó a escribir su nombre.
En los caminos de la vida
llueven las casualidades, por eso resbalamos una y otra vez. Mientras Guadalupe
Chávez alias Marisela Acosta alias Lorena Menchaca se marchita en el Hospital
Universitario de Saltillo, en la matriz de Mónica un cigoto se multiplica para
formar una mórula y luego un feto y finalmente una persona de nombre Leonardo
que habrá de ver la misma luz de la mañana dos semanas antes de que muera su
abuela.
Luego, esta novela es un
réquiem que preludia una canción de cuna, y quizá por eso diga tanto de la
paternidad, ese fenómeno que asusta para siempre, y que las más de las veces
dejar ver toda nuestra imperfección.
Porque esta historia narra
la vida de Marisela Acosta, espejo biográfico de Julián Herbert, un hombre que
desea ser padre a los 17 años porque haber nacido le parece un acto de maldad
personal que solo puede reparase engendrando.
Y lo hace, procrea un par de
hijos con dos mujeres distintas para enseguida regodearse en el fracaso marital
y parental. Seguridad de ser, para
alguien que amo y está vivo, nada más que una larva en pena. Al final de su
juventud dice nuevamente sí porque la reproducción es la única fuerza de
voluntad que le queda.
Y debo decir aquí dónde está
lo extraordinario: en la forma de narrar. Julián Herbert nos recuerda que
importa tanto o más que la anécdota la manera de contarla. Quizá su amplia
experiencia en la poesía le ayuda a crear una prosa cargada de imágenes, de
aforismos, de musicalidad. Mi madre no es
mi madre: mi madre era la música.
2. El autor como personaje
Estamos pues en el terreno
de la autoficción. El escritor Julián Herbert es el personaje central, quien
revela la inocencia de su niñez, el amargo despertar a la adolescencia, su
turbulenta juventud y la redención que encuentra al acercarse a los cuarenta,
al mismo tiempo que se convierte en enfermero de su mamá.
Cuánto hay aquí de ficción y
cuánto de autobiográfico no sé; no me interesa. ¿A quién le importa el origen
del relato cuando este es una entidad tan viva, cuando te sacude, se mete en tu
cuerpo y aprieta tus entrañas en un puño, cuando, una vez que te ha vencido, te
alisa la cabellera y te da palmaditas en la espalda?
Desde
la fiebre o la sicosis es relativamente válido escribir una novela
autobiográfica, dice el autor-narrador, y más adelante
confiesa: Hay personajes que simplemente
no se marchan. Esperan pacientemente a que tengas un breakdown para venir a cobrar lo que les debes.
Si Mario González Suárez,
ese querido maldito que concibe a la escritura como un oficio de médiums,
asegura que mientras escribe una novela suele encontrarse en los lugares más
insospechados con uno o más de sus personajes, en Canción de tumba Julián Herbert, que es personaje, cierta noche
cubana se va de juerga con Bobo Lafragua, un artista conceptual que protagoniza
Maten al dandy del sur, un proyecto
de novela surgido en un bar de Tijuana y abortado finalmente. Otra noche se le
aparece a Julián en un oscuro pasillo del Hospital Universitario, a unos pasos
de la morgue, y le pide un cigarrillo. Hay personajes que no se van.
3. Retrato social del país
Con el relato de su propia
vida y de la vida de su madre, Herbert va construyendo un álbum fotográfico de
su país, una historia de la debacle. Nos enteramos del curioso origen del
Hospital Universitario de Saltillo, el Hache U; historia que no por divertida
(un claro homenaje a Ibargüengoitia) deja de ser un retrato cruel del México de
ayer y de hoy. Nos asomamos a un pasaje doloroso del movimiento ferrocarrilero
en Monterrey; llegamos a los ochentas y recordamos la Crisis del Perro, que nos
duele todavía, y finalmente nos topamos con la Guerra de Calderón, ese señor
que se babea la corbata.
La
única familia bien avenida del país radica en Michoacán, es un clan del
narcotráfico y sus miembros se dedican a cercenar cabezas… En esta Suave Patria
donde mi madre agoniza no queda un solo pliego de papel picado.
Ya al final de la historia,
Herbert sitúa la desgracia de esta guerra en el contexto saltillense. Saltillo dejó de ser un lugar tranquilo,
dice antes de iniciar la enumeración de ese erres que pululan en Twitter. De
esas cosas que a nosotros nos pasan cada vez más cerca y que los gobiernos
califican de ficción.
Ya
no sé si el país decidió irse por el drenaje de manera definitiva tras la
muerte de mi madre o si, sencillamente, la profecía de Juan Carlos Bautista era
más literal y poderosa de lo que tolera mi luto: “lloverán cabezas sobre
México”.
Así, Canción de tumba, un relato íntimo sobre una madre moribunda y su
hijo se convierte en la representación de la vida nacional, la radiografía de
un país en descomposición.
4. Metaliteratura
Julián Herbert ejerce el
oficio más antiguo, es narrador. No hay
que olvidar que soy una puta: tengo una beca; el gobierno mexicano me paga mes
con mes por escribir un libro, dice en la página 37. Pero este oficio lo
ejerce de manera consciente, y muy claro es su afán de renovarlo.
Me
siento avergonzado. No por narrar zonas pudendas: porque mi técnica literaria
es lamentable y los sucesos que pretendo recuperar poseen una pátina de
escandalosa inverosimilitud, dice apenas empezar, inmediatamente después de
enumerar los amores de los que nacieron los cinco hijos de la prostituta
Marisela Acosta.
Y en la siguiente página,
tras recordar un comentario que hicieran de una nota autobiográfica suya,
reflexiona sobre el futuro del arte de narrar: Leemos nada y exigimos que esa nada carezca de matices: o vulgar o
sublime. Y peor: vulgar sin lugares comunes, sublime sin esdrújulas.
Asépticamente literaria. Eficaz hasta la frigidez.
¿Y cómo no iba a tener
digresiones metaliterarias si el personaje es un escritor que escribe acerca de
sí mismo? Esto que escribo es una pieza de
suspenso. No por su técnica: en su poética. No para ti sino para mí. ¿Qué será
de estas páginas si mi madre no muere?
No se trata, sin embargo, de
digresiones gratuitas, es una declaración de principios acerca de la
autoficción. Yo experimento los adornos como nuevorriquismo y como obscenidad,
nos dice, y se deslinda de Wilde: escribir autobiográficamente no aminora la
experiencia estética solo la vecindad e
impureza de ambas zonas puede arrojar sentido.
Escribo
para transformar lo perceptible. Escribo para entonar el sufrimiento. Pero
también escribo para hacer menos incómodo y grosero este sillón de hospital.
Para ser un hombre habitable (aunque sea por fantasmas) y, por ende,
transitable: alguien útil a mamá.
5. Honestidad
La amadísima Cristina Rivera
Garza dijo hace poco, refiriéndose a otro tema, algo semejante a esto: si el lector, después de leer un libro,
tiene la sensación de que ha leído una carta, el libro habrá de perdurar.
A mí me ha pasado eso con Canción de tumba, he sentido que estaba
escrito para mí. Supongo que eso sucede cuando el escritor es honesto. ¿A qué
me refiero? A que Julián no es de esos escritores que se esconden detrás de
anécdotas a las que hacen pasar por ficción, sino que marca la obra artística
con su propia vida.
Me ha pasado más que eso.
Después de leer la novela me han dado unas ganas locas de hablar. (Esto ya lo
dije en Twitter). A mí, que soy de pocas palabras. Un efecto parecido a lo que
pasa en la casa del Gran Hermano con alcohol y sin alcohol. La empatía, la
sensación de que el otro se ha sincerado nos dice que ahora podemos desnudar el
corazón.
Quiero ser muy honesto. Hace
dos noches, en un restaurante, invité a dos amigos a venir a esta presentación.
Les conté de Julián, de su novela. Horas después, ya cuando me despedía, uno de
ellos me detuvo para preguntarme si en verdad creía que el libro era bueno. Ya se sabe que las presentaciones son
también eventos de publicidad.
Le di una respuesta amplia,
aunque no tanto como la que he dado aquí. Si ahora me lo preguntan diré una
sola cosa: La vida de Guadalupe Chávez es una historia fenomenal.
*Texto leído el 1 de octubre en Ciudad Victoria, durante la presentación del libro.