Tiempo de abrir las ventanas

Apuntes sobre la antología Las ventanas de Altaír (ITCA, 2012)
Corría el año 2002. Yo era joven
todavía. Pensaba que podía escribir. Me dijeron que leyera cuentos. En la
biblioteca municipal de Burgos encontré un libro, Variaciones para un tema de rosa, de la colección Nuevo Amanecer. La
solapa lo presentaba como una compilación de las colaboraciones de Altaír
Tejeda para un diario victorense. No era un libro grande, pero sí, desde luego,
un gran libro.
Un año después me encontraba
en la capital de Coahuila, en una ceremonia oficial. Una mesa y un lector: yo,
que presentaba mis primeros cuentos. Hablé entonces de un texto, Sirena, inspirado en el cuento "La sirenita", que había leído en el libro
de Altaír. Una variación sobre aquella variación si se puede decir. Alguien de
entre el público —luego supe que era el escritor Julián Herbert— me hizo
sonrojar. Empezó a elogiarla y a preguntarme por ella. Qué edad tiene, cómo y dónde
está. Pensaba que era mi maestra presencial alguien a quien yo conocía por
medio solo de un libro.
Hoy, a diez años de
distancia, debo confesar que a Altaír Tejeda de Tamez la conozco de ese modo,
solo a través de su narrativa y su drama. Por eso lo que hoy les diga estará
libre de todo peso emocional. Tendrá, eso sí, y lo aclaro desde ya para que
nadie se diga engañado, el influjo de las lecciones aprendidas aquel año
capicúa.
Si uno revisa las
colecciones del ITCA se va a dar cuenta de una cosa: de un tiempo a la fecha cada
administración reúne algunas obras de Altaír Tejeda. En el nuevo amanecer fue
aquel libro que les digo; en el tiempo que se vivía mejor, una colección de
cuentos; en la época que avanzamos, toda su dramaturgia y ahora, una edición en
pasta dura que reúne cuento, ensayo y novela. ¿Esto es bueno?, se preguntarán
ustedes. Es bueno y es necesario. Agregaré que es urgente. Urge distribuir de
mejor manera la obra de esta escritora; ponerla —ya en papel, ya en escena, ya
en pantalla— delante de jóvenes y adultos. Unos y otros veríamos la vida
diferente de como la vemos hoy.
Asomémonos, pues a Las ventanas de Altaír.
La primera parte de esta
antología se compone de cuarenta cuentos. Dos de ellos son más bien ensayos o
apuntes confesionales, pero el resto de ellos muestra muy claramente el estilo,
los temas y los subgéneros que han sido interés de la polígrafa victorense.
Comencemos por la brevedad. A
ella le acomoda mejor el cuento corto; cortísimo. Si bien no pocos de sus
cuentos largos son muy buenos, mis favoritos: "Crisis", "El adivino", "El evangelista", "Estrategia", no rebasan las tres páginas. Quizá esto se deba al
corsé del formato periodístico o quizá precisamente a que la narrativa de
Altaír está hecha de ventanas, claraboyas, agujeros por donde atisbar el mundo.
Ni muy decorado ni liso, a
Altaír la distingue la mesura, acaso la elegancia en el lenguaje, pero nunca el
miedo a las palabras. Si debe usar un palabrón, una voz fuerte, la usa, pero
los bajos tonos le bastan para darnos una historia cruda, atroz, envuelta en
paños de seda, tal como sucede en el cuento "Yo
no quisiera hablar de estas cosas".
Y es que Altaír nos habla de
todas las cosas del mundo sin adoptar el odioso tono didáctico, tan socorrido
hoy como antes. Le interesa el cruel paso de la edad, la soledad, el anhelo
romántico o sexual casi siempre insatisfecho; esos temas que se aparecen como
aldeanos pero son universales. Ya sea en relatos de un realismo doloroso como "Crisis", o en textos de corte fantástico
como "El ángel de la guarda" y "La recolectora del tiempo", sus cuentos
pueden ser —usted escoja— una denuncia velada, una sutil ironía o una insolente
burla de la vida cotidiana.
Llegados a este punto hay
que subrayar el humor. Pero el humor genuino, que es el que yo prefiero. No el
disparate cómico, sino las más puras circunstancias en que nos sitúa la vida
cuando se pone a jugar. Ese es el humor de Altaír. Tanta experiencia en el
teatro, supongo, le dio habilidades para fabricar una narrativa visual muy
efectiva, al grado de obligarnos a ver a una gata cualquiera abandonada a una
muy particular sesión de yoga frente a la ventana. “Junta sus manos y, apoyada
en sus cuartos traseros, se sostiene en sus brazos oscuros y esbeltos. Luego,
parece balancearse con un suave movimiento de péndulo. Sabrá Dios en qué estará
pensando”, narra en "Vidas ejemplares".
Otro texto, "Estrategia", tan zoofílico
como el anterior, no solo es divertido, sino enternecedor y digno de llevarse a
la pantalla.
Esto es lo que distingue a
la narrativa de Altaír Tejeda de Tamez. Y todo eso, o casi todo, está en la
segunda parte del libro: "Menage à trois",
la que, dicen, fue su primera novela. Junte usted un par de hermanas viudas y
calenturientas: Simona y Sirena, un gachupín aprovechado, un padrecito un tanto
cínico, una sirvienta entrometida, una recua de viejas chismosas y un buen fajo
de dinero. Sitúelos en una ciudad pequeña, tradicional, y ya tiene usted una
historia divertida de principio a fin. No exagero en esto yo, que soy tan
delicado en cosas del humor. ¿Ha oído usted decir que la gente no quiere leer?
Ábrales este libro en la página 245 y luego hablamos.
Baste como ejemplo una
escena de mi personaje preferido: el padre Samuel. Un hombre bueno, desde
luego, aunque muy a su manera.
“Alcanzó a confesar a dos mujeres y estaba escuchando a un
señor cuando vio pasar frente a él a Sirena. En una pausa del hombre, le impuso
la penitencia.
-Pero si todavía no acabo –dijo el confesante.
-Haz de cuenta que fue todo –dijo el cura levantándose”.
Una tercera parte,
ciertamente pequeña, reúne seis ensayos. Dos de ellos son en realidad relatos,
mas con esto el editor se pone a mano con la primera parte. De estos textos
quiero destacar la reflexión o, mejor dicho, las confesiones que hace Altaír
Tejeda de Tamez sobre su personal proceso de creación literaria.
“Uno no puede escribir de
aquello que no conoce”, nos dice. “Lo primero que debe un autor darle a su obra
es autenticidad”. Y luego remata: “No considero que mi trabajo tenga otro
mérito que el de ser auténtico”. En el panorama tamaulipeco, junto a la de
nuestra contemporánea Liliana V. Blum, no conozco narrativa más auténtica que
la de Altaír Tejeda de Tamez. Las suyas son vivencias que se vuelven cuentos;
al menos eso he decidido creer, retratadas con un modo de hablar que no es el
victorense aunque se le parezca, sino un lenguaje que habita en el universo de
Altaír, en esa ciudad, esa región del norte y ese país que ella ve desde su
ventana.
En uno de estos textos
Altaír evoca a una de sus influencias más tempranas, María Enriqueta Camarillo,
a quien se refiere, usando las palabras de distintos críticos, como “una
novelista ejemplar”, una mujer como cualquiera que “jamás se las ha dado de
incomprendida”.
“Todo en ella es sinceridad, sencillez,
emoción honda y suave: el afilador que pasa, el gato que ronronea, la espumante
marmita, un senderillo campestre. Cualquier prosaica menudencia adquiere, al
reflejarse en su alma, un vivo e ignorado colorido y se trueca en belleza y
poesía”.
Sin proponérselo, Altaír
parece describirse a sí misma, pues es precisamente de los actos cotidianos más
elementales de donde surgen, gracias a su oficio, historias ágiles, contundentes,
divertidas y limpias.
"Hablar
de los escritores" se llama el texto que es, quizá, el más
confesional, aparte de los dos elogios dedicados a su admirado amigo Alfonso
Reyes. En él, Altaír declara: “Nunca ha sido mi propósito escribir para
trascender. Tampoco he buscado en el teatro o en toda la obra literaria
paliativos para supuestas frustraciones, pues puedo decirle a la vida lo que
Amado Nervo”.
Sea que lo haya perseguido o
no, la obra de Altaír Tejeda de Tamez es referente de la literatura
tamaulipeca. Será, hoy como pasado mañana, una obra digna de reunir, de leer, de
estudiar a la luz de la teoría y la historia, así como de divulgar tanto para
la recreación como para la formación de nuevos escritores.