Cómo nos gustaría que fuera cierto*
*Texto leído en la presentación de la novela Los perros de la noche, de José Luis Gómez y Alejandro Hernández

Cosa
nada reprochable esta última si tomamos en cuenta que es el llanto traicionero, y que cuando el hombre es sensible, aunque
quiera aguantarse, no puede. Yo mismo,
ya grandecito, alguna vez dejé rodar una lágrima al arrullo de Los Temerarios.
Unos
dicen que la historia es del político más que del historiador. Como dice
Alberto Arellano, no existe un Estado moderno que no haya recurrido a la
construcción de una historia oficial para justificar el ejercicio del poder. Y
como afirma Luis González de Alba, la historia oficial de México es una larga lista
de derrotas gloriosas y un pesado directorio de héroes vencidos. De acuerdo con
ello, Cuauhtémoc es nuestro más puro héroe porque es el gran derrotado. Cosa
distinta, agrega José Antonio Crespo, de lo que ocurre en Estados Unidos, donde
nadie suele llorar a los perdedores.
La
historia es de los políticos, pero el pasado es todo nuestro. Es, además, un
recurso natural que se incrementa cada día. Admiro a quienes extraen del pasado
los hechos menos conocidos de una época, de un lugar o una persona, pero más
admiro a quienes son capaces de introducir algo en el pasado, algo perdurable, alentador.
Por ejemplo, la innegable presencia de Joaquín Baluarte y sus legionarios en el
desierto de Coahuila, poniendo freno a la campaña del general Taylor durante la
invasión de Estados Unidos a México.
Por
si aún no lo han notado, estoy hablando de Los
Perros de la Noche, novela escrita al alimón (la segunda) por un
tamaulipeco y un coahuilense, José Luis Gómez y Alejandro Hernández, publicada
bajo el sello de Joaquín Mortiz. La versión oficial registra que esta obra
obtuvo mención honorífica en el premio Letras Nuevas de Novela. Pero ustedes no
esperen a ser más grandes para enterarse de cuanto en realidad pasó.
Para
resumir la trama diré que el 17 de diciembre de 1846, Altares Moncada, la más
altiva muchacha de Testamento, amaneció casada, aunque ella no lo sabía.
Durante la noche, don Urbano Terán y Fidencio Arteaga, cura y sacristán del
pueblo, la habían unido en matrimonio con un desconocido que llegó a caballo. Don
Urbano cometió tal pecado por una razón piadosa: casarse era la última voluntad
de un hombre que esa mañana sería enviado al paredón.
Pero
Joaquín Baluarte no murió ese día. Su ejecución se pospuso porque la guerra
exigía su presencia allá en el desierto. Así comienza a tejerse una historia de
amor y heroísmo, de traición y codicia que no tiene por qué ser, pero sucede,
como ocurren todas las cosas que decide el destino, hechos inscritos en el
tiempo aún antes de que acontezcan y aunque nadie pueda decir si algo de esto de
veras ocurrió.
Grandecito
estaba yo cuando supe que en su avance hacia el palacio nacional los
estadounidenses se enfrentaron a varios batallones de voluntarios aparte de los
cadetes del Colegio Militar. Se habla del Cuerpo de Mina, con Margarito Zuazo
como abanderado; el de los Bravos, llamado así en honor de Leonardo, Miguel y
Nicolás, y el Batallón Independencia, comandado por un pariente de Agustín de
Iturbide. ¿Quién dice que no pudo haber uno que fuera capitaneado por un hijo
de don Miguel Hidalgo?
La
Legión de la Estrella o ejército de los Perros Negros, un batallón nocturno,
fantasmal, amo del desierto al grado de difuminarse en el polvo, encarna en la
novela de Gómez y Hernández a esos batallones voluntarios que no alcanzaron lugar
en el libro de Historia; Joaquín Baluarte, su líder —heredero de un
temperamento rebelde por la línea paterna y formado en las antiguas artes
bélicas por un misionero—, constituye un homenaje a los héroes anónimos de
aquella y de tantas otras guerras, figuras que hoy permanecen hundidas en las
arenas del tiempo.
Con
arrojo y estrategia, con honor y dignidad, pero sobre todo con un profundo amor
a su tierra —no a la patria, ese concepto tan abstracto, sino a la vida y al
suelo que los nutre—, una estrella de cuatrocientos guerreros, guiada en su
estructura angular por cinco señores del desierto, hará frente a los nueve mil
soldados del general Taylor más allá de La Angostura, cuando ya no hay ni las
huellas del ejército nacional. Y he aquí la maravilla: vencerán, aun cuando ya
estén muertos, de un modo que no diré porque hay que leer el libro.
Alguien
me dijo, refiriéndose a esta novela, que se lee en una sentada. Yo les digo que
no sé cuántas veces tengan que sentarse, lo que sí sé es que disfrutarán su
lectura, pues la narración arranca como una anécdota jocosa para pronto transformarse
en una aventura épica que los absorberá en sus movedizas arenas, en el remolino
que forman el paisaje del desierto, el estilo poético del narrador (es uno
solo, aunque haya dos escritores), la sólida voz de los personajes, la emoción
de estar en la refriega. Si la sola naturaleza de los hechos nos hace tomar
partido, resulta inevitable desear que los perros negros sean guerreros inmortales.
Sabemos que es ficción, pero cómo nos gustaría que fuera cierto.
Palabras
más, palabras menos, el escritor David Toscana dijo una vez que, cuando una
novela se inspira en sucesos históricos y los hechos narrados de algún modo se
oponen al registro documental, vale la pena sacrificar el rigor histórico en
aras de la literatura. Como ocurre con Estación Tula, Santa María del Circo y
el Icamole de Toscana; Testamento —el pueblo donde tiene lugar la historia de
Altares Moncada, Joaquín Baluarte y el ambicioso Nicandro Muñoz—, tiene vida
propia y una personalidad que va más allá de lo geográfico y más allá de lo
histórico.
A
partir de ahora, cuando piense en Coahuila pensaré en Testamento, y cuando
piense en la guerra México-Estados Unidos pensaré en los inolvidables Perros
Negros.