No viviremos bastante
Todo
empieza con un clic. Se multiplican las historias. Primera. Hace justo un mes,
un joven texano de diecinueve años quiso hacerse una selfi y publicarla en
Instagram. En una mano, el Smartphone, en la otra una pistola. Cuando iba a
tomar la foto apretó el dedo equivocado, según destacó el USA Today. Segunda: Hace apenas veinte días, una estudiante
australiana, que estaba de intercambio en Noruega, quiso inmortalizar su visita
a la cima de un acantilado. No pudo: resbaló. Tercera: En un parque nacional de
Gales, un senderista de cincuenta años fue tocado por un rayo cuando utilizaba
un palo para selfis en medio de una tormenta.
Los casos
anteriores podrían ser candidatos a los premios Darwin, ese galardón virtual
que se concede anualmente a personas que mueren de manera absurda o pierden su
capacidad reproductiva debido a una situación estúpida. El mérito de estas
personas radica en que, al privarse a sí mismos de contribuir al pool genético de la especie humana
amplían las posibilidades de mejorarla. Mi bisabuela, que era una mujer de fe,
ante una situación así solía usar una de sus dos frases favoritas: “Dichoso él
(o ella), que se quitó de sufrir” o bien “Dios me diera más vida para poder verlo
todo”.
Lo
cierto es que no viviremos bastante. Pero es igualmente cierto que las
comunidades virtuales son esa galería donde la gente de hoy se exhibe completa,
confirmando en cada foto algún aspecto de la evolución.
Por
una ruta paralela camina otra página de Internet, versión evolucionada de un
programa radiofónico. En ella, un hombre, quien a falta de padre que honrar
considera a Charles Darwin su verdadero padre, ha construido un museo de
historia natural. Coleccionista también, este hombre se ha propuesto completar
la obra de su antecesor y documentar la involución de la especie humana: probar
que en algunos casos el proceso evolutivo da un paso atrás. Ahí están, entonces,
los cuerpos nunca vistos en la historia
de la humanidad, seres en plena mutación, que acceden a colgar, es decir a
publicar —a exponer pues—, para regocijo de la ciencia, sus cuerpos y sus historias.
Así
nos enteramos del caso del hombre que entrena a su esposa para sobrellevar la
futura viudez; y el de una viuda en funciones, que asegura para sí misma los
cuidados de los hijos insinuando la posibilidad de una herencia; atestiguamos
el humillante desdén que una joven le dedica a su disminuida madre, la gradual transformación
de una mujer que se deshace de la estorbosa bondad para ganar algo en la vida;
la de un chofer que, el día que debe asesinar a su patrona, decide dar un
regalo por primera vez; las del chico y de la chica: de sus cuerpos; solo
cuerpos que reclaman una mirada desde la web.
Y los miramos, cómo no, porque rehuir a
la observación de los otros es una muestra de debilidad y de miedo.
Aquí
es donde debo decir que estas historias, este neodarwinista y esta página de
Internet de los que acabo de hablarles habitan el mundo gracias a la prodigiosa
imaginación y a la exquisita pluma de Rosa Beltrán. Juntos constituyen uno de
los dos perfiles de El cuerpo expuesto,
su más reciente obra de ficción. El otro lo compone la historia del propio Charles
Darwin, el muchacho y luego hombre de mirada
triste que se atrevió a desafiar las ideas creacionistas imperantes en su
tiempo.
Expuestos,
pues, ambos protagonistas, los lectores somos cómplices de este sucesor de Darwin,
admiradores de sus especímenes, que se exhiben a sí mismos como ejemplos de supervivencia,
adaptación, evolución, selección natural, autodepredación e involución. Y
también —¡oh, maravilla!— acompañamos paso a paso al mismísimo Darwin en sus
hallazgos y en sus tribulaciones. Yo, que fui maestro de Biología, confieso que
nunca había visto a Darwin en su justa estatura.
He
dicho que fui maestro de ciencias. Cuando uno habla del origen de la vida menciona
también a Alexander Oparin, quien, inspirado en la teoría del origen de las
especies, en el siglo XX se encargó de explicar los pasos anteriores, la
formación de los primeros organismos vivos, el comienzo de la marcha evolutiva.
Una teoría que, en su momento, refutaba el último párrafo de Darwin.
Ya
en este siglo, un equipo internacional de científicos que examinó la
correspondencia privada de Darwin llegó a la conclusión de que este no atribuía
a una intervención divina el paso de la materia inerte a la materia viva. Al contrario,
llegó a imaginar que en una pequeña charca, con la ayuda de las sustancias
químicas y las fuentes de energía adecuadas, la materia inerte se organizaría y
evolucionaría. Esto pensaba el hombre de
la mirada triste; y sin embargo, admitía que la ciencia de su época no
estaba madura para abordar la cuestión y que él no viviría bastante para verla
resuelta.
Esa
imagen me viene a la cabeza cuando pienso en el libro de Rosa Beltrán: palabras
que se agrupan, que se combinan y relacionan de manera perfecta para crear,
aquí sí por voluntad de una inteligencia superior, es decir la de la autora, estructuras
más y más complejas. Imagino ese puñado de historias breves negándose a seguir
siendo cuentos, luchando por convertirse en algo más, en otra cosa: un ensayo
sobre la evolución o acaso sobre la involución, un relato histórico,
biográfico, una vivisección a puro filo de metáfora, un auténtico museo de
cuerpos en transformación, una sátira de la vida contemporánea. Todo eso en un
solo libro.
Ustedes
y yo sabemos que no viviremos bastante para verlo todo, pero podríamos empezar
por observar, sin pudor y sin malicia, lo que nos revela El cuerpo expuesto.
Foto tomada de www.1000pag.blogspot.com.mx