Don Chuy





Don Chuy elevó los ojos y se quedó así unos segundos. Parecía mantener con el Sol una conversación personal. Terminado ese ritual miró solamente abajo. Jaló aire, tomó impulso. Era su tercer intento. Esta vez no podía fallarle al público ni al refrán.
Cien suspiros se unieron camino al cielo. Puede que allá, en la azotea, el sonido no impresionara tanto, pero a ras del piso atirantó los pelos de dos o tres güeyes que habían desviado su atención a otros asuntos y estaban ahí por estar, como quien se aburre en el cine o en un partido de fut. Es verdad que desde acá el edificio podía verse grande o chico, eso depende de cada cual, pero todo mundo sabía que don Chuy no iba a quedar enterito luego de echarse a volar.
            Uno de los recién cagados era el Richard. El muy babotas estaba siguiendo la escena en el iPad en vez de mirar para arriba. Como si no supiera que la imagen de Internet llega retrasada. “Tanta luz mataría mis pupilas”, se defendió, ajustándose los lentes negros. La explicación hasta le salió poética, pero nosotros bien sabemos el calibre de sus huesos: el Richard es de esas personas que no se atreven a mirar la realidad.
            Acabábamos de comprobarlo un rato antes, a unas cuadras, en el río seco, ahí donde apenas el lunes hallaron muerta a otra mujer. La segunda en tres semanas. Ayer,  El Diario puso en su página el video de un sobrevuelo en la zona, a la que bautizó como el Tramo de la Muerte. Ronaldo, el Richard y yo fuimos hoy a recorrerlo, pero, apenas llegar, Ricardo se dolió de una rodilla y dijo que no podría someterla a semejante tortura. Así lo dijo, esas fueron sus palabras. De modo que se quedó en el puente peatonal, grabando en video nuestra pequeña travesía.
            Y ahí estaba ahora el buen Ricky, negándose a admirar en directo el trance de don Chuy, cuya silueta, allá arriba, era idéntica a la suya sobre el puente: un Travolta confundido más. Indeciso, irresoluto, vacilante. Para no usar las palabras del Richard, diré que era un fundillo con patas, un esfínter. Contra todo pronóstico, don Chuy se puso a cantar.
Se fue al clarear el alba, por el camino, bañada en llanto…
            Había que ser muy orilla o muy buey para quedarse en el puente. En primer lugar porque aquel, más que puente, parece un acueducto: bastaría con cerrar los extremos para que Ricky quedara atrapado; y en segundo, porque ya estaba esclarecido que a ninguna de las víctimas la mataron en el Tramo de la Muerte, las habían llevado ahí desde algún punto fuera del río. Y con lo iluminados que están los bulevares a ambos lados del río seco, a mí no se me ocurre lugar mejor para un crimen que ese puente peatonal.
            Quizá eso mismo pensó el Richard, porque enseguida salió del puente y se apostó en el bulevar. Seguramente desde allá no se apreciaban bien nuestras maniobras, pero al fin y al cabo no logramos gran cosa. Bajamos, nos internamos en la maleza y empezamos a explorar, unos metros adelante encontramos, pisoteados, trozos de cinta amarilla. Antes que nosotros habían pasado por ahí quién sabe cuántos. Humanos y animales a juzgar por las huellas. No nos quedó más remedio que usar la imaginación, atizar nuestra memoria. La chica había desaparecido días antes; no se le buscó con fe hasta que la mamá interpeló al alcalde en pleno Día de la Familia. “Usted también tiene hijas”, dicen que le gritó. Cosa rara, porque hasta donde se sabe, ese señor tiene solamente un hijo. Como sea, el alcalde se conmovió e hizo actuar a la policía. Así, en menos de veinticuatro horas dieron con ese lugar. En pleno corazón de la ciudad o al menos en una costilla, la muchacha permaneció una semana con la cabeza enterrada y las nalgas para arriba, el uniforme enrollado en los pies.
La escena debió ser pavorosa, sin embargo, a mí me obligó a evocar otras nalgas y otro uniforme, todo se me aceleró. Eché una mirada al bulevar. Ricardo estaba ahora de espaldas al río, concentrado en el iPad. Desabroché mi  bragueta, la carne saltó a mis manos como un perrito feliz. En eso escuché a Ronaldo: “¿Estás pendejo o qué tienes?”. Un grito silencioso si así pudiera decirse. Le pedí que se callara, que me aguantara un ratito. Insistió: “¿Qué chingados te pasa?”. Luego me soltó un sermón: “Vaya falta de respeto... Si lo supiera tu madre… Ya te estás quedando idiota… Aquí murió una persona… Que no te vea un policía… ¿No sabes que el asesino siempre vuelve a la escena del crimen?”. “Nada más quería orinar”, alegué sin convicción, “además, esta no es la escena del crimen, sino el lugar del hallazgo”. Ronaldo endureció la mirada. Me rendí. Fue de veras muy a tiempo, porque ya en el bulevar vimos llegar una patrulla que se detuvo cien metros adelante, donde la esperaban unas personas.
Todo mundo se mofa del río nada más porque está seco y porque en Semana Santa el alcalde manda vaciar camiones cisterna en el cauce para que nadie se largue a otro lado. Entonces lo llaman Corazón de la Ciudad, el resto del año viene siendo su sistema digestivo. Le tendrían más respeto si supieran que no está seco, que allá arriba lo entuban para abastecer al pueblo. Mi jefe dice que antes, en la época del abuelo, el río se crecía de cuando en cuando, llevándose todo a su paso, que alguna vez hubo casas donde hoy está el bulevar. Quién sabe cuántos cadáveres habrá bajo nuestros pies.
El Richard no vio venir la patrulla ni a nosotros, estaba mirando en el iPad un canal de noticias. Un hombre, machete en mano, amagaba con saltar de una azotea. “Un viejo se va a matar”, dijo Ricky, abandonando la metáfora; Ronaldo lo corrigió: “Dirás un adulto mayor”. “Ese es don Chuy”, tercié yo.
Nos vinimos en mach dos. Poco nos importó que en ese momento un camión del Semefo se ubicara tras la patrulla. La calle donde yo vivo es la cuarta si contamos a partir del bulevar. La casa de don Chuy queda un poquito más lejos, pero él no estaba en su casa, sino en el hotel Serrana. Si nos apurábamos, tal vez llegásemos allá antes de que saltara. Ronaldo, que es deportista, pronto nos dejó atrás; el Richard iba más lento, quién sabe si por la rodilla o por ir mirando el iPad. En el camino pensé que así de largo debía verse el trayecto de la azotea al pavimento.
Era imposible llegar a mi casa. La calle estaba colmada de vehículos y mirones. Don Chuy seguía en su pináculo, blandiendo el machete, gritando que la vida sin su esposa era una mierda y que por eso iba a matarse. Al menos eso se repetía en la calle, donde los ánimos estaban divididos: mientras unos le suplicaban que usara la escalera, otros le exigían saltar. Para entonces, según testigos, ya llevaba una hora jurando que iba a lanzarse, y había estado a punto de hacerlo cuando pidió una cerveza como último deseo. Se la terminó y le trajeron la segunda. A la tercera pidió un mariachi.
Se fue al clarear el alba, por el camino, bañada en llanto. Y yo, que la quiero tanto, lleno de orgullo la vi partir…
No cantaba tan mal, pero a don Chuy le hacía falta lo que se llama “calidad interpretativa”. O sería que, por conocer bien su historia, en el subtexto nos quedaba a deber. Puede ser que de verdad la haya querido bastante, pero en todos esos años la doña era la única en el vecindario que se refería al marido como a un terrateniente: “Lo que diga el Señor…”, “Cuando venga el Señor…”. Lo decía casi en susurros. Si te los topabas en la calle, ella siempre iba unos pasos detrás de él, cabizbaja. Y que no se te ocurriera saludar, porque apenas daba la mano.  Por eso nos alegramos el domingo que don Chuy amaneció solo, por fin amo y señor de esa casa de interés social. Ese día lo pasó como un niño, preguntando aquí y allá si habían visto a la doña, hasta que se hizo de noche.
…Así, con mis propias manos cavé la tumba del alma mía. Nomás por ser tan cobarde, por no decirle que la quería.
Tan pronto terminó la pieza, don Chuy le habló al negociador. Ahora sí, solo pedía mirar por última vez a una mujer. Entre el público se agitaron los murmullos. Que si alguien sabía a dónde se fugó la doña. Que don Chuy cantaba muy parecido a Javier Solís. Que la señora estaba muy vieja para semejantes pantomimas. Que don Chuy se lo tenía merecido. Que solamente tirándose dejaría de sufrir. O de joder. Que a Javier, por pura envidia, lo mandó matar Pedro Infante. Que la doña le ponía el cuerno a don Chuy desde quién sabe cuándo. ¿Y si cantaba El malquerido? Que no fueran pendejos, que Pedro había muerto mucho antes que Javier. Que Gabriel era su verdadera identidad, que el otro era un nombre artístico. Que nadie debería coger si se lo prohíbe el doctor. Ni tomar agua. Que era muy apasionado y celoso, eso había dicho su esposa.
Me acordé de la primera muerta. A ella la encontraron pronto porque su cadáver llamaba mucho la atención: le habían puesto un vestido de novia, y el velo sobresalía entre la tierra como una bandera de paz. La policía dijo que ese crimen solo podía ser obra de un novio despechado. Y como no le conocían enamorado ni pretendientes, la investigación seguía en stand-by.
No era su esposa a quien don Chuy pedía ver, sino a su hija, que no pisaba esa calle desde mucho tiempo atrás. Tal vez tenía la esperanza de que intercediera por él. “Ay, cosita”, pensé en voz alta. A juzgar por el carácter de la doña, era más probable que la propia hija hubiera sido quien la animó a abandonarlo. ¿Y si eso exactamente era lo que necesitaba el viejo, que ella le ayudara a dar el paso definitivo? Se lo dije a Ronaldo. “No seas buey”, me contestó, “ese señor ya está del otro lado”.
 Busqué el respaldo de Ricky, pero él seguía atento a la pantalla. Saltaba del streaming a las redes sociales, de vez en vez alzaba el iPad, tomaba una foto o video, publicaba y volvía al canal. En las redes, un hashtag cobraba altura.
Me vi en sus negros ojos y al despedirse sentí la muerte…
Era cierto, la voz de don Chuy se parecía a la del artista. Y era potente, porque las frases llegaban completas hasta la bocacalle. Aun así, no convencía. Cuando el abuelo cayó en cama, víctima de cáncer de pulmón, mi jefe le regaló un disco, Homenaje a Javier Solís, cantado por quien se hacía llamar la Sombra del Misterio. Lo compró aprisa, temiendo que no hubiera tiempo de buscar el que en realidad quería. El abuelo no pasó de la primera canción. Y se lo habría lanzado a papá por la cabeza si no lo agarra en ese momento un ataque de tos. Si ponía uno atención, la diferencia era inmensa. Así que después de eso, ni el registro vocal ni el sentimiento de don Chuy harían que yo dejara de verlo como a un impostor.
Volvió el negociador al techo, esta vez con dos personas. Traían noticias de la hija. El viejo dejó de cantar, elevó el machete. La tarde se descompuso en tonos amarillos y rojos. Se armó un breve forcejeo del que don Chuy salió vencedor. El público enloqueció. Los que estaban sentados se pusieron de pie. Cualquiera hubiera esperado ver llegar a un escuadrón de bomberos cargando una malla de rescate o al menos a los vecinos improvisando un trampolín. Ni unos ni otros: si don Chuy quería besar el suelo, nada se lo iba a impedir.
Era el momento, todos lo presentíamos. Ah, terrible paradoja: la batería del iPad se había muerto en muy mala hora. Ricardo por fin miró a la azotea; Ronaldo, en cambio, dijo que se largaba. “No seré parte de este espectáculo”. En eso vimos llegar, y andar entre la muchedumbre, como una santa en medio de los leones, a la hija de don Chuy. Por un instante cesaron los murmullos. Si el iPad siguiera encendido, habríamos podido ver la expresión de don Chuy, los ojos y la boca de ese hombre que algo quería decir, pero se atragantaba.
Así, con mis propias manos…

Recordé lo que decía mi jefe acerca del río cuando por ese rumbo vi llegar a más y más personas que llenaron la calle de sonidos nuevos. La murmuración inundando el caserío. “Encontraron a la esposa”, “Ya vienen por don Chuy”. Luces azules y rojas trepando por las paredes. Pero don Chuy era ahora una silueta en el aire. Solo una foto, un video, un pedazo de carne para los apetitos fugaces.

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