El Increíble
Nunca
un coraje se le había pasado tan pronto. Ni siquiera antes de la primera
mutación, cuando todavía era un hombre común, un fulano de huesos delgaditos
que, multa de tránsito en mano, quiso desquitar su furia pateando un hidrante.
Aquellos episodios de ira representaban una lista de quebrantos en su antigua economía
de gente normal: platos, cristales, macetas, electrodomésticos, cajeros
automáticos. Ni qué decir de esta época. “No me provoquen; cuando me disgusto
no suelo ser yo”, alcanzaba a advertirle a los fanfarrones justo antes de que
su garganta adoptara el regusto, la solidez y el color de un limón empedernido.
Desde luego no era él. Esa balumba nervuda, terremoto con pelo y piernas, no
era él exactamente sino una reinterpretación, una versión extraña por decir lo
menos; algo perteneciente quizás al mundo de la botánica. Una cosa, una masa. Tal
fue el modo como lo describieron antes de llamarlo el Increíble. Pero una vez asumida
su ulterior identidad, Increíble allá y acá: en el cielo, en la tierra y en
todo lugar, demoliendo edificios mal parados, atrapando aviones con sus manos,
creando pequeños tsunamis cada que algún idiota osaba hincharle los renacidos
cogollos. Esta vez, sin embargo, la furia le duró bien poco. El cambio no había
llegado, ciertamente, de improviso, sino a pasitos, desde mediados de febrero.
Primero un tono paliducho en vez del verde habitual; luego, la cada vez menos firme
insurrección del cabello. También esa sensación de tener un paréntesis dentro
del cuerpo. Más de una vez pensó en tomar vitaminas, en recetarse una buena dosis
de rayos gamma o por lo menos tomar un baño de sol. Quizá debió hacerlo, así
tal vez se hubiera evitado la pena. “No soy yo”, se dijo tras del primer
gruñido. Y luego otra vez, cuando se miró las manos, que, en lugar de verdes,
se iban poniendo rosadas. El coraje siguió la ruta de sus piernas hasta ser
absorbido por el suelo. Lo que sentía ahora ya no era furia, sino miedo. A
decir verdad, lo que estaba sintiendo era algo cercano a la renuncia, a la
resignación. El rosa, que ya le cubría la mitad del cuerpo, fue haciéndose más
brillante. Brillante también su cabello, que descendía en cadejos colorados
hasta la división del pecho, insuflado al límite como para lanzar un rugido. Lo
que salió de su boca fue, vaya cosa, una armonía de trinos, y luego una parvada
de petirrojos que salpicó el cielo. La primavera empezaba.