De aquel diario (II)


17 de mayo de 2000
La tragedia de Pancho

La tarde de ayer los estudiantes del 501 organizaron una parrillada en el paraje conocido como El paso de la loba para festejar a Adrián, a Francisco y a mí por el reciente Día del maestro. Primero fue el cabrito al pastor, después las tres cajas de cervezas. A partir de ahí se desencadenaron los acontecimientos por los cuales Francisco Campos, alias “El Profe Pancho” no se presentó hoy a laborar.
Los chicos, apenas terminar su turno, buscaron un sitio junto al arroyo con la suficiente clandestinidad para quebrantar la norma no escrita en el Manual de Relaciones Interpersonales maestro-alumno: jamás parrandear juntos. No habíamos terminado de vaciar la segunda caja de cervezas entre risas, chistes y comentarios subidos de tono cuando cuatro de los muchachos rodearon al Profe Adrián y, tras largo forcejeo, lo tiraron al río. Fue mucho más difícil lanzar a Pancho porque, aprovechando maña y fuerza, no dejaba de propinar cocotazos y puntapiés a diestra y siniestra, además de utilizar árboles y piedras para impulsarse en sentido contrario al lecho del arroyo. Fue sometido sin embargo, porque a los cuatro bandidos de un principio se les unió el resto de los chicos y, a pesar de las manotadas que Pancho les daba en las orejas, lo llevaron hasta la orilla y lo lanzaron sin misericordia. El cuerpo de Pancho formó una enorme cresta de agua al estrellarse en el río.
Para ese entonces yo ya estaba dentro de mi camioneta, resuelto a impedir por todos los medios que aquellos bandoleros concretaran en mí su venganza. Tal como ocurre en las malas películas de terror, me fue imposible encender el vehículo antes de quedar rodeado por esos mozalbetes que me recordaban una escena de Los muertos vivientes. No es ningún secreto que en ese tipo de situaciones suelo convertirme en este ser violento e irracional, así que los muchachos dimitieron después que uno de ellos terminó magullado por la puerta del vehículo y varios más resultaron rasguñados por los matorrales a donde Hulk los empujaba sin que su mano derecha soltara el volante. Sobra decir que, en lo que a mí concierne, ahí terminó la celebración. Encendí furibundo la camioneta y emprendí el regreso hacia el pueblo dejando tras de mí una densa polvareda.
Fue el Profe Pancho quien me disculpó con los muchachos. “No sabe nadar”, arguyó, lo cual es cierto. Claro que esto lo hizo luego de que él junto con Adrián se dedicaron a atrapar a cada uno de los chicos y lanzarlos al río. Es lógico suponer que el último de los muchachos fue ajusticiado por la turba completa de maestros y estudiantes. En cuanto se terminaron las cervezas decidieron regresar al pueblo, ir al Parque Recreativo y darse un chapuzón en las albercas. Me disponía yo a merendar cuando vinieron a avisarme que el Profe Pancho estaba en el Centro de Salud. Una inmersión con cierto grado de dificultad había resultado una hazaña fallida.
En la sala de espera me encontré a varios de los muchachos y en el consultorio a otros dos ayudando a la enfermera. Francisco Campos estaba en el camastro con las ropas empapadas de sangre y un enorme claro en la cabeza, donde parecía sonreír insolente una abertura de varios centímetros. No había doctor, ni hilo de uso quirúrgico. El Profe Adrián había ido a conseguir el hilo en la Clínica más cercana, a 12 kilómetros por un camino de tierra. Llegó media hora después en un coche diferente al que lo había llevado; ya nos contaría del neumático reventado al cruzar un vado a alta velocidad.
Eran las siete de la noche cuando la enfermera dio la última puntada y nos recomendó llevar al Profe Pancho a la capital del estado para que un médico lo revisara y le imprimiera una radiografía. Así lo hicimos. Nos llevó en su furgoneta Jorge Galván, un estudiante famoso por exceder los límites de velocidad; fama que pudimos corroborar al llegar antes de las diez a Ciudad Victoria. Estuvimos un rato en la sala de espera y otro más fuera del nosocomio, donde Jorge se dedicó a importunar a un perro desnutrido ante la mirada condenatoria de los familiares de los enfermos. Al salir del consultorio, Francisco Campos quiso esbozar una sonrisa, pero su gesto se transmutó en una mueca de dolor. Le sobró una pizca de humorismo para decir “Soy duro de cabeza: no hay fractura”.
De regreso a Burgos, en plena madrugada sólo la radio y los quejidos ocasionales de Pancho nos mantuvieron despiertos. Alegría de Corazón cantaba La Tragedia, rola el la que recrean el trágico accidente que sufrió esa banda. El Profe Adrián y yo empezamos a componer una canción con la tonada de ese grupo Matamorense, una parodia digamos, y la cantamos durante el resto del trayecto. Hoy por la mañana transcribimos la letra de esa canción en la escuela, “La tragedia del Profe Pancho”, la hemos titulado.

"Voy a cantar la tragedia que le pasó a un profesor
por tirarse su clavado sin un casco protector..."

Comentarios

Anónimo dijo…
Excelente crónica Julio....Sabes creo que te conozco de vista...Hablaste bien en la boda de Flor Cano...Soy tío de ella......Saludos
Anónimo dijo…
Aunque este relato o cuento sea del dos mil.....bueno apenas hoy dic con tu blog....Saludos
Hulk dijo…
Hola, gracias por el comentario. Seguramente nos habremos visto allá, donde mis hermanos los Cano Dávila.

Con respecto al relato, la anécdota es vieja, pero el texto no lo es tanto, apenas el año pasado.

Les dejo todo mi afecto...

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