Ding dong: la Blum llama

Me enfada pensar en las coincidencias. Me disponía apenas a formular una sesuda opinión acerca del título 354 del Fondo Editorial Tierra Adentro cuando alguien llamó a mi puerta. Había, detrás de la reja, dos mujeres con sendos folletines bajo el brazo. Dudé entre dos posibilidades: o aquéllas eran vendedoras de Avón o Fuller o Amway, o bien eran embajadoras de la Watch Tower a la búsqueda de adeptos. Puesto que ninguna parecía comulgar con los mandamientos de la belleza, me decidí por lo segundo y las despaché sin más. Es tan saludable para la gente como yo dar un portazo de vez en vez.
Pero hay, entre todas nuestras puertas, una que deberíamos mantener abierta siempre, la del asombro. A esa puerta llama Liliana V. Blum con Vidas de catálogo; ocho relatos de espléndida factura en los que la autora expone su punto de vista sobre las relaciones humanas. Para esta temporada, Liliana nos trae variaciones sobre eso que por disímiles razones a menudo llamamos amor.
“Avón llama”. Así solían recitar, de puerta en puerta, nuestras vecinas y parientas empresarias hace ya varias décadas. No mi tía Velia, por supuesto; ella era más cosmopolita y no vacilaba al pronunciar, curvando la mitad de la boca, “eivon col”. Así y todo, tía Velia nunca fue tan buena vendedora como Liliana V. Blum. La narrativa de esta joven escritora durangotampiqueña llama –primero en susurros- a las puertas de nuestro entendimiento; luego irrumpe, se cuela hasta los oscuros rincones; allá donde guardamos nuestras peores frustraciones y temores; una vez ahí, nos hace conscientes de una fealdad que no podría cubrir el mejor de los cosméticos.
Pero plantemos bandera aquí y hagamos esto como se debe, no vaya el lector a tomarnos por meros improvisados. En el oficio de las ventas por catálogo el quid es ese lapso en el que la ofrecedora pone a la clientela al día en lo que concierne al mundo del glamour y la farándula. Fiel a esa recomendación, dedicaré los próximos renglones a hablar mal de ella; de hecho, voy a revelarles su secreto.
Y es que Liliana está muy lejos de ser lo que parece. A golpe de vista, nadie dejaría de notar la melancólica inocencia que ella proyecta. Pero eso es sólo la impresión primera. Véala usted bien, señor/señora. Y recuerde las sabias palabras de quienquiera que haya dicho que las pelirrojas jamás tuvieron alma. Liliana es una mujer desalmada donde las haya; también es una mujer que lee. Ambas cualidades son requisitos indispensables para quien pretenda ejercer la Literatura. Pero Liliana no lee únicamente libros, no; ella lee a las personas; a las mujeres con las que se topa en la calle, a las que se sientan junto a ella mientras espera a su hija en el colegio, al señor que va delante en la cola del súper; al operador de un Transpaís en la ruta Tampico-Ciudad Victoria. Liliana observa, luego anota en su libreta. Las imágenes van entrando crudas en ese cuaderno para más tarde salir convertidas en piezas de arte. Después de lo que le he dicho, señor/señora, nadie se llame a engaño.
Liliana es, además, una escritora de detalles. A sus relatos, a sus atmósferas, los nutren ciertos olores, recuerdos, sensaciones que ella explora con verdadera maestría. Y como es desalmada, esos detalles que se anuncian como los más felices, luego explotan ante nosotros, se vuelven punzantes, dolorosos, crueles; como un pollito que hace caca en nuestras manos. En el primer relato de este volumen, por ejemplo, una madre “daría su vida por su hijo, y sin embargo, lo odia por vivir” (p.21).
Liliana tiene una visión aguda del hombre y de la mujer. No duda en llamar a las cosas por su nombre; no busca justificar ni mucho menos defender un género. Por mucho que la señorita de Avón declare que “los hombres son criaturas simples” (p. 49), Liliana no enarbola la bandera feminista. Eso parecería lo más cómodo. Más que eso, Liliana evalúa, casi enjuicia la conducta de ciertas damas y caballeros. En algún momento, una de sus narradoras habla de dos mujeres, de la primera dice que “es de ésas que llevan años trabajando en su tesis de humanidades”; la otra buscaría algún hombre “para comenzar a fabricar hijos a los que llevaría a todas partes en una miniván”. Juro que nunca antes leí mejor descripción de dos identidades sociales.
Vidas de catálogo, ya lo he dicho, se compone de ocho relatos en los que la autora recrea sus obsesiones literarias: el abuso en sus distintas manifestaciones, la insatisfacción, el resentimiento, el amor no correspondido, la frivolidad nuestra de cada día. De la mayoría de los cuentarios uno espera hoy día lo mismo que de los elepés: que al menos la mitad de los tracks sean buenos. Las vidas de catálogo rompen esta regla, pues rebasan cualquier expectativa sobre lo literario y sobre lo narrativo.
El cuentario, a saber, termina con Tocaré el piano vestida de novia, la historia de una universitaria enamorada de un judío que la ama, aunque nunca la desposaría debido a motivos religiosos. Antes de eso, Zapatos Periquita narra una violación infantil que combina, al más puro estilo lilianablumiano estampas enternecedoras con momentos desgarradores. Cuando Dios tocó a mi puerta nos conmueve con la dramática historia de Lorena, una mujer que sufre depresión posparto y cuyo bebé muere ahogado en la bañera mientras ella atiende a un vendedor de biblias; se trata de un discurso en el que todo es doloroso, como debe serlo para un personaje que vive en permanente choque emocional. La señorita de avón es, por sí mismo, un catálogo de frustraciones conyugales; en él se narra una relación sexual furtiva entre una enana vendedora de cosméticos y el esposo de una de sus clientas a la que mascarillas y polvos le han cambiado la superficie de la vida. Un pescado sin bicicleta vuelve sobre el tema del abuso, pero esta vez el infligido por una madre sobre sus hijos, un abuso tan sutil como indeleble; en él, una mujer frustrada enfrenta la condena de cuidar a su madre desahuciada, una madre a la que le guarda profundos resentimientos. El anterior, Un día perfecto para el atún de lata, pisa también sobre las insatisfacciones de la vida matrimonial; una mujer que ansía tener, cuando menos, la posibilidad de pelear con su marido; pero éste es, como la mayoría de los personajes masculinos del volumen, muy dado a la renuncia temprana; “una criatura simple”, en todo caso. En Café con la esposa de Stalin es donde Liliana explota mejor esa vena irónica; unas cuantas páginas le bastan para crear retratos provocadores de ciertas tribus universitarias al tiempo que explora la imposibilidad de varios tipos de amor: no hay ahí un triángulo sino un paralelepípedo pasional entre un huevón llamado Stalin, su esposa, su amante y la amiga de la amante, que lleva la voz narrativa.
El primero se llama Un, dos, tres por mí, y es una superposición de tres historias en las que el personaje central se llama Inés. Hay una Inés niña que sufre una violación en los setenta; una Inés adolescente que descubre los sinsabores del amor en los ochenta y una Inés madura para quien, en los noventa, los placeres de la vida son una total impostura. Esa Inés, que bien podría ser la misma o tres distintas mujeres, le sirve a Liliana para resumir sus temas recurrentes, su visión del hombre y de la mujer y las posibles interacciones entre esas dos faunas.
Por si no había quedado claro, digo ahora que este libro me ha gustado tanto que lo recomiendo en forma amplia y bastante. Y podría seguir enumerando razones por las que usted, señor/señora debería leerlo; pero no tengo tiempo. Baste recordar, por ahora, que estamos ante un cuentario de inatacable calidad y también ante una autora que a paso firme conquista su lugar en la historia de la Literatura; en el sentido más amplio que esa palabra pueda tener.
Vidas de catálogo se asoma a la vida nuestra, traspasa la foto y el papel lustroso; va más allá de los perfumes de rasca y huele. A través de estos ocho relatos, la voz de Liliana llega hasta las fibras nuestras; toca, y desde allí nos susurra una perturbadora consigna:
“Nadie tiene siete vidas, ni siquiera una sola”.

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