La maestra Carmelita

No sé en qué estábamos pensando cuando se nos ocurrió invitar a la familia completa a merendar con nosotros. Llamé a casa de mis padres y dije: "Ojalá puedan acompañarnos esta noche. Avisen a mis hermanos".

Llegaron casi a las nueve y a partir de entonces se dedicaron a recordar la infancia mía, es decir las peripecias de un chamaco gordo, corajudo y chillón. Le contaron a la Mujer Maravilla cómo, a los cinco años, aquel chiquillo era incapaz de bañarse solo o atar las agujetas de sus zapatos o subir la cremallera del pantalón; de cómo dos años después la maestra Carmelita creyó descubrir en él ciertas aptitudes artísticas y lo condenó a hacer de dibujante, bailarín, actor, declamador y poeta; todo con resultados poco menos que catastróficos.

Todo por un concurso que entonces se llamó "Por qué quiero a mi ciudad". Que expresáramos en un dibujo nuestro cariño por este sucio agujero, pidió la maestra Carmelita. Yo dibujé una plaza cualquiera, una iglesia y dos hoteles sin ton ni son. Ésa es la plaza Hidalgo, exclamó la maestra al verlo, y nadie pudo convencerla de lo contrario. Encárguense de que haga una versión mejorada, pero conservando la esencia del original, dijo después a mis papás. Esa vez me fui a la cama a las doce de la noche cuando la costumbre era despacharnos a las ocho. Antes de eso, mis padres me obligaron a dibujar algo que para mí no tenía sentido. Haz la tienda Gran D, repetía mamá, y yo aumentaba el tañamo de un supermercado metido a chaleco en mi dibujillo. Nunca nos pudimos entender.

Anoche eran otra vez las doce y todos queríamos irnos a la cama (o dicho mejor: todos teníamos ganas de dormir), pero ninguno de los García Pesina se animaba a despedirse. Por fin mi hermano habló. Que ya, que por fin, que de una buena vez les diéramos la buena nueva. Era pues que don Andrés (tan grandote y tan cursi) supuso que MM y yo los habíamos reunido para revelarles que iban a ser tíos y abuelos.

Vaya, hay cosas que no cambian.

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