La huasteca a probaditas



"El día que me crea de un cabrón, ese día me llevó la chingada", dijo Ventura, al tiempo que destapaba una botella de Modelo. Alguna vez su hijo le había dicho que iba por unos parches y ya no lo vio regresar.
Íbamos a San Martín porque en nuestra visita anterior algo nos quedó pendiente. En Ciudad Valles, donde nos detuvimos para platicar y, de paso, comer zacahuil (*), una llanta se nos desinfló. Como era día de asueto, una sola vulcanizadora se hallaba en funciones, la de Ventura, un hombre que trabaja en vacaciones, domingos y días festivos para descansar después, cuando todo es menos caro.
Un establecimiento impecable, bien pintado en colores rojo, blanco y celeste. El responsable, un tipo entrado en la setentena, de unos sesenta kilos distribuidos en un cuerpo pequeño, se ladeaba de acá para allá enfundado en una casaca verde. De sus cuatro ayudantes ninguno se había presentado ese día a trabajar. Uno de ellos era su nieto, "el muy hijo de su puta madre".
Tuvimos suerte, fuimos los últimos a los que admitió en la lista de espera. Aún nos faltaba pasar por Tamuín, San Vicente y Tanquián antes de tomar una aporreadísima carretera rumbo a Tepemiche y El Tepetate.
Adentro había una grabadora de esas que parecen diseñadas para el trabajo rudo. Seguramente tocaba el formato MP3 porque la música instrumental no dejó de sonar. Alrededor del aparato había varias pilas de discos, organizados quizá por género: jazz, clásico y rock. Nunca había visto tanto orden en un taller de esos. Pasaba del mediodía. "Ésta no es hora para revisar llantas", le dijo a un fulano. "Nunca las infles en gasolineras", me reprendió más tarde en secreto.
A pesar de la cerveza o quizá por eso mismo, a Ventura le faltaban las fuerzas. Alguien le ofreció una Modelo en lata, misma que rechazó arguyendo que una de ésas lo acabaría de tumbar. Resolvió el problema a su manera; se arrimó al interruptor eléctrico y colocó una mano en cada polo. Pasaron los segundos uno detrás de otro, luego se zafó de allí. "Uno siente cómo se estiran todos los pliegues del culo", dijo sonriendo.
La llanta no estaba pinchada, únicamente la válvula había sufrido daños, de modo que Ventura tardó menos de diez minutos en reparar y montar el neumático. Antes del anochecer estábamos ya instalados en El Tepetate, listos para probar los tacos de papa y frijoles que prepara Adela, una mujer que si algo sabe es cocinar.
El Tepetate es una ranchería de apenas treinta familias, un lugar con una pequeña iglesia en la que no hay sacerdote y una casa de salud en la que no hay doctor. En la escuela sí hay maestros, y los niños van allí incluso los días feriados. Como a Adela, a la gente de aquí le gusta la cocina. De casa en casa, en unas cuantas horas uno puede embuchar tres o cuatro platos: frijolitos con jacubos, enchiladas con cecina, caldo con yerbabuena o epazote (acá lo llaman apazote), tamales dulces y otros platillos cuyos nombres no escribiré por temor a equivocarme.
El martes fuimos a San Martín, la cabecera municipal. Si el tramo Tanquián-Tepemiche está muy deteriorado, esta otra carretera, una de las rutas hacia Tamazunchale, luce como para ponerse a llorar. El paisaje, en cambio, es un lomerío en el que se combinan todos los tonos del verde.
San Martín Chalchicuautla me había gustado precisamente por eso, porque está en medio de cerros y escurrideros. Aunque he estado ahí sólo un par de horas, diría que es un pueblo de comerciantes y doctores. Y agregaría que es, o fue, una comunidad respetuosa de la historia. Una de esas localidades que entran muy bien en la definición de pueblos mágicos. El día del tianguis no es el martes sino el domingo, sin embargo los puestos de comidas y frutas ahí estaban, como un mercado permanente. En uno de ellos probamos el pollo adobado, un platillo que no podría describir con palabras.
Desde Valles hasta aquí la vida es difícil. La crisis financiera y la guerra contra el narco lo ha puesto todo peor. Los muchachos de dieciocho a veinte no quieren ir a la universidad ni a la preparatoria, los de veinticinco a treinta están en distintas ciudades del país o de Estados Unidos; algunos mandan dinero, otros apenas trabajan para sobrevivir. Aquí todo mundo habla de los parientes que viven en Phoenix y de la última camada de adolescentes que volvió hace unos días de la frontera sin haber podido cruzar. Parece igual de triste que se vayan como verlos regresar.
Me platicó don Ricardo, un campesino de Tepemiche que duró cinco años deleitando paladares en Houston para luego pasar cuatro meses comiendo soya en una cárcel gringa antes de su deportación, de la lejana vez que un cine trashumante llegó al pueblo. Entonces como ahora, no todos tenían dinero para pagar las entradas, así que uno de ellos se las arregló para admirar la función desde una rama del árbol más grande. Quienes llegaron temprano ocuparon las bancas, otros llevaron su propia silla y otros más se quedaron de pie. Uno de los empresarios, lámpara en mano, cuidaba que nadie que no hubiera cubierto la cuota arrimara la nariz al paño negro con el que habían cercado el improvisado anfiteatro. Así pudo ver al hombre que estaba trepado en el árbol. "Eh, usted, ¿qué está haciendo ahí?", dice que le dijo. A lo que el otro respondió: "Aquí vivo, cabrón".


(*) Desde Tamaulipas hasta Hidalgo varían las formas de llamar a ese tamalote, sacahuil, zacahuil y sacahuile son tan sólo tres de ellas. Puse aquí la que ofrece el Diccionario de la Lengua Española (http://drae2.es/zacahuil).

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