En la vieja estación de la ciudad nueva*

MENUDO ENCARGO TENGO YO ESTA NOCHE: presentar, en unos cuantos minutos, tres libros de sendos autores. No es que me quiera excusar, pero tal vez ustedes, en una situación como esta, harían lo mismo que yo: evitar el riesgo de herir susceptibilidades por deferencias u omisiones y dedicar en cambio el tiempo —mi tiempo y el de ustedes— a hablar de Joaquín Sabina, escritor que apenas la semana pasada celebró un cumpleaños feliz y nos dio la feliz noticia de visitar otra vez México este año, es decir antes de que se nos acaben el país y el mundo.

Dice el flaco de Úbeda, refiriéndose a la vieja España, que en esa nación uno da una patada y salen diez mil poetas. Eso quisiera yo que pasara en México, y eso en Nuevo Laredo, porque se requiere demasiada poesía para acallar la baraúnda de la barbarie. Y pese a figurar entre los diez municipios más violentos del país, y no obstante la ominosa imposición del silencio, Nuevo Laredo brilla desde hace años en Tamaulipas y en el norte de México como un semillero de notables escritores en los diversos géneros. Baste poner, como ejemplos presurosos, los nombres de Federico Schaffler, Marcos y Cinthia Rodríguez Leija, Jesús DLeón-Zerrath, Rogelio Córdova o Luis Edoardo Torres.


Así volvemos al tema que hoy nos ocupa, porque en esa lista deben incluirse, por absoluto derecho, Jacobo Mina, Jorge Santana y Juan Miguel Pérez Gómez.

Cierta ocasión, un amigo y yo discutíamos sobre las canciones de Sabina y de Aute. Luego de ir y venir por sus versos en una cosa coincidimos: en las letras de Luis Eduardo había más filosofía; en las de Joaquín, más experiencia personal. Para hablar de Jacobo Mina, Moisés Heriberto Cortés emparenta a filósofos y poetas. Los primeros, dice con palabras mejores que las mías, ven al mundo como un todo y los segundos sienten todo el mundo adentro. Pero algunos como Mina se tragan la vida a bocados superlativos para devolverla después en forma de carcajadas. Por eso para Heriberto Cortés, junto al nombre de Jacobo Mina se escribe la palabra poeta en letras de gran altura.

El libro que Jacobo Mina nos comparte hoy, Estación Laredo, es en realidad cinco libros o, dicho mejor, cuatro poemarios. El primero, La comunión de las cosas, que le valió en el 2000 el Premio Nacional de Poesía “Juegos Florales Toluca”, abre “Los poemas del perdón” con un epígrafe tomado de 19 días y 500 noches, canción, por supuesto, de Joaquín Sabina. Este primer conjunto está centrado en la soledad, una soledad acaso más detestable por su persistencia en una ciudad tan bulliciosa. Y es que la soledad es siempre la soledad aunque pague en dólares, escupe el poeta con mayúsculas en la primera estrofa del poema “La calle que va al puente”. En estos once poemas la ciudad aparece y se disuelve; todo apunta hacia arriba menos el amor, menos la vida. La cotidianidad fronteriza condensada en tres líneas: Dulce sueño americano. La fábrica cansa, hastía, trastorna; a veces hay deseos de ser alguien.

En Los poemas imposibles al poeta lo atrae la presencia de la muerte. De nuevo la ciudad, la frontera y la capital, pero ahora bajo el agobio del calor, de la sal de los cadáveres.

Mayra duerme muestra otra faceta de Jacobo Mina. Se trata, pues, de un ejercicio lúdico de gran técnica, audacia y humor. Ya no hay amores ni dolores reverenciados sino acercamientos juguetones a la emoción. Pobre Mayra; y pensar que tienes que cargar con el peso inicuo de tu belleza a todos lados, nos dirán las primeras líneas, las que nos advierten del terreno que pisamos: en las páginas siguientes el mayúsculo escritor nos enseña a conjugar el verbo amar en tiempo de frío.

Olivia es una aceituna se continúa con Los poemas de la vida y la muerte. En ellos nos enfrentamos a una realidad más cruda, ardiente, derruida. Hay en esta ciudad muy poca esperanza cuando el poema lo llena una heladera repleta de muertos, cuando, como dice Mina, el piso se llena de sangre. Del zócalo de la ciudad de México al puente de Laredo la distancia se cuenta en vidas. Y acaso en esta frontera, entre acordeones con el fuelle roto que solo saben cantar cadáveres, Jacobo halla lugar para el optimismo. Ella sonríe, la tarde se ve mejor. Al final, a la manera de Inventario, la legendaria canción de Joaquinito, Jacobo Mina enumera todo aquello que subsiste del amor.

En 2003, Joaquín Sabina publica una colección de sonetos, Ciento volando de catorce. Una decisión arriesgada por donde se mire. Una apuesta si toleramos la frase común. También, la resolución de desempolvar lo vetusto y hacerlo novedoso. Se trata, quizá, del libro de poesía, o al menos el de sonetos, que más rápidamente se ha vendido en la historia. Esto es, desde luego, porque lo escribió Sabina, pero también porque son versos llenos a la vez de ternura y cinismo, propios de un poeta que huye de la solemnidad como de la peste, de quien ha creado en la música y en la literatura no un estilo: un género.

Pornosonetos, el poemario de Jorge Santana, se inscribe dentro de todo lo que acabo de apuntar, con excepción, acaso, del fenómeno de ventas, cosa que esta misma noche ustedes pueden remediar. Como Joaquín, Santana parte de una fórmula antigua, en franco desuso, y la hace suya mediante la oralidad y el humor; pero, además, la vuelve categóricamente actual mediante los usos y recursos del mundo moderno. A lo Sabina, Jorge Santana juega con la sintaxis, le falta al respeto, la manosea, inventa nuevos significados y la hace temblar cuando dice, por ejemplo: Tu lengua de miradas desafiantes o Tu vientre, invernadero de alacranes.

Respecto al amor, la seriedad está en otro lado. Aquí se trata de ir al punto: Hagámosle caso a nuestro cuerpo. Ingrata, desgraciada, dame un beso; recurrir al doble sentido: Yo parcho tus goteras, parcho llagas y de paso te humeo las chimeneas o en última instancia al humor, que suele ser bien pagado por las interfectas: Hacemos clase alta y clase baja, nos dice Jorge Santana, quizá para recordarnos que solo en el sexo hay democracia.

Un pornosoneto quedaría a deber si fuera más recatado; por eso Santana burla no solamente las reglas del soneto, también, a veces, le baja los calzones a la ortografía. Pero contra lo que se piense, aquí no solo está el cuerpo, también está el amor, y está —¿cómo no iba a estarlo?— la ciudad, esa ciudad que solo sonríe o llora en los versos de los buenos poetas. Las balas que se besan en las calles, los narcos traen la foto en la cartera de la mujer que en casa los espera y encuentra su trabajo estimulante.

A lo largo de setentaiséis sonetos, Jorge Santana nos comparte vida e imaginación, nos hace andar en su universo. Ahí está la juventud para beber un buen buche antes de enfrentar la vida, que no siempre es tan amable.

El amigo del que ya les platiqué y yo hablábamos otro día de las canciones de Sabina. Hasta entonces el pobre pensaba que eran poemas. No había notado que la mayoría, y especialmente títulos como Eva tomando el sol, Juana la Loca, Peor para el sol o la misma 19 días… tienen la estructura clásica del cuento, la novela o la crónica: es decir planteamiento, nudo y desenlace. Narrativa bien rimada. Los cuentos que cuenta Joaquín, así acaben fatal, tienen siempre imágenes demoledoras y frases geniales.

A Juan Miguel Pérez Gómez, uno de los escritores más versátiles y productivos que conozco, lo he seguido desde 2005, cuando leí Amores extraños, el volumen con el que ganó un año antes el Premio “Juan B. Tijerina”. Vale decir, como en otras veces, que admiro su narrativa audaz, beligerante, escatológica y un tanto canallesca, ratificada en Bestias domésticas con un evidente refinamiento tanto en lo técnico como en lo verbal. En textos como “Sueño americano” y “Los viñeros de la envidia” se observa, por ejemplo, lo bien que Juan Miguel aprovecha el ritmo cinematográfico, y en “Dios no juega a los dados”, un derroche de imaginación a la par de una solvencia en el lenguaje.

La penúltima vez que vi a Juan Miguel fue en Monterrey, cuando todavía se podía estar en un bar y luego en otro sin sentirse héroe o cucaracha. En aquella ocasión, Gerson Gómez completó la bohemia aporreando los bongoes mientras el cantante local trataba de recordar la letra de 19 días y 500 noches. Hablamos poco, algo acerca de la pena que a alguien le provocaban aquellos hombres que se consuelan con tocar un tobillo o una pierna femenina desde los márgenes de una mesa de baile.

Hablamos poco o casi nada. Y sin embargo estos textos con que Juan Miguel obtuvo el Premio Estatal de Narrativa lo revelan como un maestro del diálogo; habilidad perfeccionada quizá gracias a su incursión en el género dramático. De dramas los cuentos de Pérez Gómez nos revelan muchísimo porque a partir de un drama conyugal, casi cotidiano, casi fútil, se desgaja una revelación abrumadora, como sucede en “El visitante”, relato que encontrarán en la página 43.

Para decirlo de una vez, Juan Miguel es un provocador. Su narrativa es, por sí misma, un desafío; no son textos para las buenas conciencias. Conozco a más de uno que se ha escandalizado. Y cómo no, si Pérez Gómez hace que pongamos la mirada en aquello que nos recuerda, querámoslo o no, nuestra condición humana: “Toda la mierda del mundo”.

Dicen que como Sabina nadie le ha cantado a Madrid. Joaquín, por su parte, dice que los madrileños elevaron a himno una canción que vomitaba sobre su ciudad. Nuevo Laredo aparece también, de manera velada o explícita, en estos tres libros que, ¿aún no lo he dicho?, recomiendo muy ampliamente. Aparece, eso sí, con sus arrugas y cicatrices, con moretones y orines. Pero sonriendo, como le corresponde a una ciudad que, reuniendo ella sola a más de cincuenta jóvenes escritores, todavía puede llenar sus librerías tanto como sus cementerios.


* Texto leído el 23 de febrero en Estación Palabra, ciudad de Nuevo Laredo.



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