En defensa de los pinches pelones






Mi hermana decía que los calvos eran hombres inteligentes; yo, en concordancia, pensaba que las barbas eran signo de elegancia y cultura. Por eso cuando rondaba los nueve años anhelaba llegar a los treintainueve con la cabeza bien lisa y una larga barba cana. No sucedió ninguna de estas dos cosas: arriba tengo una mata de púas que crecen como si las fertilizara a diario mientras que alrededor de la boca se extiende un campo erosionado. Sin embargo no me quejo. Apenas entré a la adolescencia noté que la calvicie no era exactamente una ventaja competitiva. De hecho, empecé a preocuparme de veras cuando mis sobacos tardaron en germinar. Mis maestros de secundaria y de prepa no ayudaban en el trance, el de Matemáticas, el de Historia, el de Psicología y hasta la maestra de Lógica (por supuesto) tenían una calva que no se veía la mar de bien. Calvos categóricos o a medias, “calvos de tanto pensar”. Puedo jurar que de esa época arrastro  mi proclividad a la estupidez. Y es que los ochenta eran años de greñas. Un calvo no podía salir tan orondo a la calle como ahora. Creo que en este orgullo alopécico han influido actores, cantantes y conductores de televisión. Sin embargo hay que aceptar que por muy sexy, millonario, musculoso, simpático o inteligente que usted sea, llegará un día en que se refieran a usted como el Pinche Pelón.
Todo esto me hizo recordar El sufrimiento de un hombre calvo, obra del mexiquense Samuel Segura que obtuvo en 2012 el primer Premio Nacional de Novela Corta de Humor (que premia a novelas de humor cortas, hay que aclarar), auspiciado por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes (ITCA), sello bajo el cual se publicó a finales de ese mismo año en la Colección Fortalezas. Un alma caritativa de esa institución me regaló un ejemplar el pasado Día del Libro. Menos de cien páginas devoradas en una tarde nublada
de abril y es la hora que no dejo de pensar en lo hábil que un escritor debe ser para trazar, como explica un admirador anónimo en la contratapa, todas las dimensiones de sus personajes en un texto tan breve.
Al margen de sus cualidades narrativas (es un texto diáfano, ameno, profundo, irónico), que para esta fecha muchos habrán señalado, quiero detenerme en tres cosas que llamaron gratamente mi atención. La primera es el humor inteligente que maneja. Si usted busca una serie de chistes sobre la que se sostiene una historia mediocre, no la va a encontrar aquí. Salvo la reiteración de la calvicie, cáustica por decir lo menos, el humor está metido en los personajes, y surge de ahí acompañado de la reflexión. La segunda es la humanidad de los personajes, característica inherente a la anterior pues al renunciar al humor barato los personajes no son caricaturas de nada, sino seres con los que uno termina identificándose lo quiera o no. Así, no hay buenos ni malos, sino personas que son víctimas de sus propias decisiones, grandes o pequeñas, y verdugos de su microecosistema familiar. Pero lo que más me gusta es la reivindicación que Samuel Segura hace de un patético pinche pelón. Un personaje, padre del protagonista, quien es al mismo tiempo creador de todas las desgracias y principal damnificado, un fracasado que sale a flote echando mano de lo único que tiene, como quien se echa la bicicleta a cuestas para atravesar una calle salpicada de vidrios.

El sufrimiento de un hombre calvo es pues, también, una novela de justicia y esperanza, la constatación de que todos tenemos derecho a un lugar en la red trófica urbana. Perfecta para leerse en una tarde nublada.

Segura, Samuel (2012). El sufrimiento de un hombre calvo. México: Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes. 

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