De cabeza



Y resultó que por fin conocí la sierra de Bustamante. Hacía varios meses, años quizá, que mi amigo Jorge Rodríguez (“El Pollo”) me insistía con que lo visitara en ese pueblo enclavado en uno de los extremos de la geografía tamaulipeca. Jorge trabaja en Bustamante desde el 2000; hace dos años se casó y finalmente se estableció allá. Con el pretexto de la boda de mis padres, que había ocurrido el sábado, el domingo me visitó Mundo, quien trabajó también en aquel pueblo hace poco más de diez años y es otro de los grandes amigos de El Pollo, entonces acordamos visitarlo el miércoles.

Resultó también que, luego del ajetreo que generaron los preparativos de la boda, el taller de Orlando Ortiz, la presentación de su libro, los problemas de inicio de semestre en el trabajo, la boda propiamente dicha y la tornaboda que unos cuantos improvisamos en El Chaparral, bailando country y bebiendo cerveza hasta las siete de la mañana, la nueva semana me trajo en consecuencia un insufrible padecimiento cuyo nombre prefiero mantener en secreto. Baste decir que el lunes no podía tenerme en pie y tuve que permutar mi jornada de trabajo por una visita al doctor. Alcohol, café y tabaco encabezaban la lista de prohibiciones que me dio el tirano de bata blanca, lo demás ya no lo leí con atención, aunque algo decía de las grasas y de los alimentos condimentados en una enumeración que se alargaba hasta el infierno (debería decir “infinito”, pero para el caso es lo mismo). Las pastillas, en cambio, resultaron casi una bendición, pues si bien el sufrimiento se prolongó dos días más, el jueves estaba yo tan repuesto, tan radiante como si me hubieran ungido con el famoso aceite del santo libanés. Entonces recordé lo que habíamos pactado Mundo y yo el domingo anterior.

Estaba yo ese jueves, al regreso de Oyama, comprando en una ferretera algunos implementos para la escuela cuando llamé por teléfono a Mundo. Que él también estaba llegando de su escuela, me contestó, que en una hora pasaría por mi casa para irnos a Bustamante. Alrededor de las cinco de la tarde estábamos abandonando nuevamente Ciudad Victoria.

“Rumbo Nuevo”, la carretera que comunica a la capital del estado con Jaumave, se convierte a ratos en una especie de parque temático, todo un espectáculo de serranías, cañones, taludes y peñas multicolores. Estos últimos meses ha llovido en la sierra, así que el bosque mesófilo de montaña, característico de esta región, resplandece sobre la espalda de las serranías como el pelaje de un abrigo nuevo. A la altura del Balcón del Chihue, los repechos coloreados de la carretera hacen serpentear por sus paredes aguas surgidas de quién sabe dónde, convirtiendo a la carretera en una auténtica obra artística jamás planeada. Este tramo carretero concluye en Palmillas; a partir de ahí empieza un nuevo tramo en construcción que se extiende con rumbo al pueblo de Tula. Nosotros nos detuvimos en El Capulín, y a partir de ahí tomamos la carretera estatal, de sólo dos carriles, que nos conduciría a Bustamante.

El paisaje de la sierra de Bustamante es, ciertamente, espectacular, más de lo que yo hubiera imaginado, pero el descenso por esa estrecha ruta, donde además debemos esquivar cada tantos metros a los burros que en estas regiones son ganado disperso y que cruzan constantemente la carretera (“como burro sin mecate”), convierten este trayecto en un deporte de alto riesgo.

Llegamos pues a Bustamante, un pueblo de callejones elegantemente empedrados, un pueblo de ascensos y descensos, de olor a madera y café de olla. En Bustamante las tapias pueden ser vivas o muertas según el material del que se las construya; usted puede colocar piedra sobre piedra hasta lograr la figura deseada o permitir a órganos y pitahayos alinearse según ellos lo prefieran, conformando una alta valla infranqueable. Este pueblo no es más grande que la colonia donde vivo, sin embargo las señas que los lugareños nos proporcionan para encontrar la casa de Jorge nos entretienen durante casi una hora. De lo alto de la loma al centro del poblado, la camioneta de Mundo viaja una y otra vez buscando el domicilio. No es sino hasta que nos decidimos a tocar en una puerta cuando nos encontramos con un rostro conocido; una compañera de Jorge, quien finalmente nos confiesa que nuestro amigo se encuentra a la salida del pueblo, en una cantina, con el director de su escuela. Nos los topamos apenas cruzar el primer aljibe.

La casa de Arturo, el jefe de Jorge, es el típico dormitorio del maestro rural (del maestro soltero, por supuesto), una reducida recámara en el extremo de una casona familiar. La ambientación es simple: una cama individual al centro, una bombilla solitaria colgando del techo, las cuatro esquinas de la habitación flanqueadas por los libros, el guardarropa, la guitarra y la caja de cerveza. Rellenamos esa caja de cervezas en tres ocasiones y repasamos el cancionero de Guitarra Fácil de Napoleón -que junto con Leonardo Favio son los favoritos del jefe de Jorge- igual número de veces antes de empezar con el repertorio obligado de Los Tigres del Norte y José Alfredo Jiménez. Jorge insistió varias veces con que nos debíamos quedar a dormir allí, pero yo me negué arguyendo que tenía que ir a trabajar al día siguiente. Mundo me secundó no obstante que él no trabajaría. Nos despedimos de Arturo y Jorge unos minutos después de la una de la mañana. Los anfitriones nos prodigaron de abrazos y agradecimientos a la vez que nos preparaban una provisión de cigarros y cervezas para el camino.

De noche, la sucesión interminable de curvas se antoja un juego mecánico digno del mejor centro de diversiones. A la mitad de la sierra, Mundo se encontró súbitamente con un burro en medio de la carretera. No íbamos muy rápido porque la camioneta, a pesar de derrapar unos metros sobre el pavimento, volvió a estabilizarse sin oponer demasiada resistencia.

-Excelente maniobra –balbucí desde el fondo de mi nerviosismo.
-Pude atropellarlo, pero, ¿qué caso tiene? -dijo Mundo.
-Sí. ¿Qué caso tiene? –repetí yo medio mareado, y me abroché el cinturón de seguridad.

Podría jurar que el ritmo de nuestra respiración cambió al abandonar la carretera estatal y tomar la de cuatro carriles. Mundo se sintió a sus anchas y empezó a coquetear con el acelerador. Yo iba dando cuenta de cervezas y cigarros a una velocidad equiparable a la de la camioneta. De vez en cuando le alcanzaba una cerveza a Mundo, o él mismo me pedía un cigarrillo. Íbamos discutiendo acerca de un corrido espantoso que escapaba en ese momento de la garganta de Beto Quintanilla (cantante al que odio) cuando Mundo puso una llanta fuera de la cinta asfáltica. Un volantazo nos llevó en segundos al otro extremo de la carretera y un tercer movimiento nos trajo de regreso para salir volando hacia un barrancón de enormes peñascos en los que la camioneta fue perdiendo velocidad. Cada golpazo sobre las rocas era igual a sacudir una maraca, y cada escala nos llevó más cerca de la acequia que corre al lado de la carretera. Finalmente una de las llantas reventó en un troncón, haciendo que la camioneta se volcara sobre el lado de Mundo. En la oscuridad de la maltrecha cabina, pendiendo del cinturón de seguridad, un agudo dolorcito me recordó que no había tomado mis pastillas, que no las traía conmigo, que el dolor se intensificaría y que el alcohol y los cigarros…

La “Rumbo Nuevo” tiene un defecto, la telefonía celular no funciona ahí. Luego de verificar que no nos habíamos lastimado gran cosa, Mundo y yo salimos de la camioneta y empezamos a rastrear nuestras pertenencias. En medio de las herramientas, que quedaron dispersas por todos lados, Mundo encontró los celulares, valiosos implementos en casos de emergencia que en esta ocasión exhibieron su inutilidad. Las gafas negras que yo llevaba en la bolsa de la camisa, indispensables en mi caso, no aparecieron jamás. Estábamos en el fondo de un barranco, así que nadie se enteró del accidente durante la noche. Mejor dicho si hubo quienes se enteraron de todo, una familia que vive a unos cuantos metros de ese barranco, pero no se acercaron sino hasta bien avanzada la mañana, cuando llegó la grúa, y lo hicieron tan solo para observar cómo rescataban lo que quedó de la camioneta.

Y resultó que, tras haber caído al barranco alrededor de las dos de la madrugada, la camioneta salió de aquel foso poco después de las doce del mediodía. Fue necesario el trabajo de dos grúas para sacar el vehículo porque los rines quebrados se enterraban en las piedras a cada intento de encauzar el armatoste. No obstante que nos impidieron sacar la camioneta por nuestra cuenta bajo el pretexto de que debían valorarnos porque Mundo tenía algunos rasguños en la oreja y en el brazo, los Federales de Caminos jamás se aparecieron por allá; enviaron una grúa para amagarnos con llevarse el vehículo a Tula, donde el destacamento; el verdadero propósito, lo sabíamos, era negociar con nosotros la extorsión. Finalmente pagamos tres mil pesos para que dejaran la camioneta en Jaumave.

Estábamos de regreso en Ciudad Victoria a las dos y media de la tarde. Había disimulado muy bien (eso creo) los dolores que me acompañaron desde la madrugada, pero apenas estuve en mi habitación, me abandoné en la cama y me tragué un revoltijo de pastillas que me quitaron el dolor a las siete de la noche; pero el dolor volvió en la madrugada, y otra vez a las ocho de la mañana, y nuevamente a las dos de la tarde y…

Y resulta que, finalmente, tuve que desarrugar la lista que me había dado el doctor, y son los dos primeros días, de dos largos, larguísimos meses (espero que el plazo no se extienda más), sometido a una extraña dieta basada en las frutas y verduras que más odio y en la ausencia de las comidas que me gustan. De alcohol y cigarros mejor ni hablar.



Comentarios

Anónimo dijo…
de verdad que estubo buena la aventura saludos..... y vaya que hasta que conmozco a laguin que lee a Milan kundera ademas de gustar de la musica de oscar chavez......lo reñido terminar en chaparral jajaja aunque de repente se de eso....

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