Un libro de aquellos

¡OH, AMIGOS!, ¿FUE VERDAD? (*)

El llano se extiende, las lágrimas gotean allí en Tlatelolco, ¡oh, amigos!, ¿fue verdad?, preguntan los vencidos en la versión de Ángel María Garibay, textos que fueron seleccionados, para su representación, por los estudiantes presos de la crujía C de Lecumberri, alrededor de 1970. ¿Fue verdad?, no dejarán de preguntar algunos jóvenes después de leer Secuelas y Desilusión óptica, obras de Orlando Ortiz que fueron publicadas una vez durante la segunda mitad de la década de los mil novecientos ochenta y que son ahora reeditadas por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en un mismo volumen: Sólo sé que así fue.

Al parecer, nuestras autoridades han pensado muchas veces que en tanto nadie mencione los hechos que evidencian la fragilidad de su moral es como si esos acontecimientos jamás hubieran sucedido, y hasta cierto punto la historia les ha dado la razón. Para muchos mexicanos es mejor aceptar la versión oficial; mejor asumir que las protestas sindicales, los alzamientos campesinos e indígenas, los movimientos obreros, estudiantiles y magisteriales obedecen a simples protagonismos y a la manipulación que sobre el pueblo ignorante ejercen vulgares agitadores, desestabilizadores, rojos (o amarillos) mal nacidos que, irracionales, sabotean el desarrollo del país. Aunque muchos ciertamente eluden la realidad por mera salud mental, no debemos negar la existencia de quienes salvaguardan de ese modo su salud orgánica. Aliviará entonces a sus oídos ensordecer ante las demandas legítimas y añejas que subyacen tras los movimientos sociales, y la versión maquillada de los hechos reconfortará a sus ojos del daño que les ocasione la repugnante, la grosera realidad. “Una Habitación”, texto que encontrarán en la página 29, parece recrear lo anterior. La descripción, por demás impersonal, de una habitación cualquiera en un vecindario común, apenas consigue definir el hogar de una familia universitaria, joven y revolucionaria, si acaso esos tres términos no significaban lo mismo a inicios de los setentas. Las fotografías que completan la ambientación sirven para precisar detalles cotidianos de esta familia: su formación académica, su ideología política, su activismo social, un embarazo en medio de esa efervescencia… elementos que poco o nada dicen de la verdadera sustancia. Son las notas al pie, esos brevísimos textos que muy pocos leen, los que explican, a veces tímidamente, otras veces con acendrada crudeza, el complemento dramático de esa verdad: el asesinato de Benjamín, el padre, el 10 de junio de 1971 en San Cosme, y la aprehensión, tres años más tarde, de su esposa Amalia por la Dirección Federal de Seguridad. Hasta ahí los detalles, los pies de página no aclaran si Amalia fue encarcelada, torturada o muerta a manos de la policía, lo único claro es la soledad de la habitación, una habitación que es, quizá, como muchas otras, dice Orlando, una habitación que permanecerá vacía a lo largo de estos treinta y tantos años si, como sabemos, hoy día se desconoce el paradero de tantos presos políticos secuestrados en la década de los setentas. En contraparte, muchos padres han muerto sin saber dónde quedaron los cuerpos de sus hijos masacrados aquel 2 de octubre en Tlatelolco, “víctimas del fuego cruzado”, nos escupieron la versión oficial treinta años después, pero los hechos son siempre hechos; siempre lo que son, nadie los puede cambiar (p. 21).

La gran convulsión que generó en la sociedad mexicana el movimiento estudiantil de 1968 se expresó en nuestra literatura con el florecimiento de nuevas tendencias y corrientes artísticas. Los narradores de esta época se caracterizan por su libertad creadora, su falta de arraigo al pasado, la adscripción a las tendencias más vanguardistas y la ruptura de todos los moldes. Es en ese espacio donde se inscriben Orlando Ortiz y su colección Secuelas (1986), una barca de Adán en el sentido revueltiano que entonces y ahora navega entre los límites del cuento y la novela pues, si bien cada texto conserva la unidad y la estructura narrativas que los hacen valer como relatos autónomos, prevalece a lo largo del volumen una suerte de médula espinal que extiende ramales, conexiones fortuitas entre anécdotas y entre personajes de cuentos independientes y que, en “Acción Sincopada”, su texto final, hace confluir todas esas nervaduras en una magistral composición de escenas, situaciones, ambientes y personajes que redondean la temática, los sentimientos y acaso las intenciones del autor, convirtiéndolo en un texto por demás estético, unificador y dueño de una contundencia que lastima.

El insano empeño de los académicos por clasificarlo todo ha dado en constreñir gran parte de la literatura de la época que menciono en la controvertida literatura de la onda. Desilusión óptica (1988) y Secuelas conservan más o menos esas características temáticas y estilísticas expresadas en el lenguaje coloquial y desenfadado de los personajes-narradores, en el uso de vocablos sintéticos y en la exploración de nuevas formas de narrar; ambas reviven también el resentimiento hacia el poder político por las masacres de estudiantes ocurridas en 1968 y 1971; ambas recuerdan las trapacerías de la guerra sucia y revelan finalmente la desilusión generada desde dentro y desde fuera de las guerrillas urbanas que sucedieron a la represión de los setentas. Al mismo tiempo sin embargo, Desilusión óptica, al menos en los primeros dos tercios (el volumen está dividido en tres partes), manifiesta una temática más universal por decirlo de algún modo. Se trata, por supuesto, de un auténtico viaje de imaginación y rebeldía, pero qué tan imaginario puede ser cuando el genio surge de los recuerdos vividos o reconocidos en la experiencia de terceros; en este sentido, Desilusión óptica extrae de la memoria personajes que revelan en mayor o menor grado una impronta autobiográfica. Vemos en esos textos al niño-Orlando frente a la Laguna del carpintero, aspirando su peste a muela picada, lo vemos recorrer después los barrios miserables de Tampico, tomar la avenida Hidalgo y llegar hasta la fuente de los azulejos, siempre sin agua. Al Orlando-adolescente lo ubicamos descubriendo los misterios de la vida en el parque Méndez, en los alrededores del mercado y en las cantinas y burdeles de la época. Unas cuantas páginas reúnen en tonos sepia, en tonos carmesí, toda la geografía urbana del puerto, la descripción milimétrica de un Tampico remoto que desgarra la memoria y el pecho y las entrañas del Orlando-hombre radicado en la megalópolis, enfrentado a los fantasmas de su juventud y padeciendo la hostilidad de este pinche pueblote… porque allá no habría pasado nada de esto… (p. 141).

Pero pasó, todo esto pasó, eso sigue pasando y los hechos son siempre hechos, siempre lo que son, por más que se les quiera negar, por mucho que los acallemos o pretendas olvidarlos. ¿Qué nos queda entonces, Orlando?, algún día escribir para ahuyentar esa presencia que te intimida y lacera algo más que tu enflaquecida materia, tus ulcerados órganos y la memoria de atrocidades sin cuenta colectadas en el devenir que no mermó tu capacidad de indignación (p. 196).

Dice Walter Benjamin que el arte de narrar se acerca a su fin porque se está extinguiendo el lado épico de la verdad, la sabiduría; después de conocer a Orlando Ortiz nos quedará la certeza de que la narrativa está más viva que nunca. Las cosas suceden siempre a tiempo, reza el proverbio popular, aunque a veces alguien les dé un empujoncito. Este aforismo tendrá total pertinencia cada vez que pensemos en Sólo sé que así fue; tenemos pues ante nosotros una colección de relatos que, sin negar las referencias históricas obligadas, su tratamiento, su calidad literaria y la sempiterna actualidad de los hechos relatados los convierte en documentos atemporales.

Es ahí donde radica la vigencia de la literatura de Orlando Ortiz, veintiuna historias que evolucionaron en Historia, la historia que se ha repetido por sesenta y ocho, por setenta y una veces en estos treinta y tantos años, historias que lamentablemente se verifican más en los hechos que en el papel. ¡Oh, amigos!, ¿fue verdad?, preguntarán los herederos de esos linajes serenos y fieles al estado de derecho que tanto pregona la autoridad, quienes nunca contaron familiares masacrados, desaparecidos, encarcelados, exiliados o perseguidos por el Estado; ¿fue verdad?, chillarán los oficinistas, profesores, empresarios y comunicadores que validaron las mentiras difundidas por y desde el poder. ¡Oh, amigos!, llorarán, furiosos, los supervivientes de los ofendidos, las viudas de quienes, torturados, mutilados y asesinados, yacen aún en los sótanos de cárceles clandestinas, los hijos de las apaleadas, ultrajadas y exterminadas por los hombres de la ley. Solamente el dolor, la miseria y la sangre pueden reivindicar lo humano (p. 197), truena la voz de Orlando desde el rebullir de su sangre. ¿Fue verdad?, seguirá resonando nuestra sofocada, inútil, nuestra dolorosa pregunta… ¿Fue verdad todo esto?

Sólo sé que así fue, y espero que no vuelva a ser.”


(*) Leído la noche del 5 de agosto, durante la presentación del libro Sólo sé que así fue (Dirección General de Publicaciones. CONACULTA. 2005).

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