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Dicen que en ninguna parte de México uno podría sentir más el Grito de Independencia. No es que la Mujer Maravilla piense eso, lo que pasó fue que no tenía muchas opciones donde pasar las fiestas patrias. Llovía lo que se dice llover en la sierra de Guanajuato, y el chofer del microbús no dejaba de manifestar su miedo porque el parabrisas se empañaba a cada momento. De pronto ahí, nomás tras lomita, divisamos un retén y a muchos hombres vestidos de negriazul, listos para extender las alas sobre los borrachos que iban a sobrar después de pegar el grito. Habíamos llegado a Dolores.

En ninguna parte se debe sentir igual. No, porque para sentirlo de veras hay que estar en el mismo sitio donde los novohispanos se rebelaron contra sus semejantes del otro hemisferio. Por eso, nada como escuchar al gachupín Mouriño arengando a mexicanos, holandeses, coreanos, alemanes y gringos que se congregaron alrededor de la parroquia de Dolores para gritar ¡Viva México! Nada como esperar varias horas hasta que el prohombre saliera de la Casa de Visitas y, abandonando por un rato los suntuosos salones y los suculentos manjares, caminara hasta la antigua cárcel, liberara a dos actores y, seguido por la turbamulta, avanzara hasta la misma escalinata donde una madrugada lejana otro español gritara "muera el mal gobierno".

De gobiernos malos Mouriño nada quiso decir; en vez de eso gritó lo mismo que el principito. Que vivan éste y el otro; viva México tres veces. Y la gente contestó porque precisamente a eso iba. Luego el Señorito Don Juan Camilo hizo repicar la (réplica de la) campana que hace 198 años aquel cura en bancarrota también hiciera sonar, y algunos pocos corearon el himno mexicano mientras buscaban la mejor ubicación. "Atentos, que este no es el final", advirtió un locutor, porque "a continuación, el señor licenciado disfrutará de la pirotecnia". Así comenzó la fiesta. Estruendos y luces al por mayor precedieron a las canciones de José Alfredo Jiménez. Entonces sí se volcó el nacionalismo en la plaza y los alrededores. Se oyeron todas las voces diciendo "aquí es mi pueblo adorado". Y se escuchó cómo respondían, más y mejor que a Mouriño, cada arenga del poeta: "Viva México, gritemos, que aunque estemos como estemos no nos echamos pa'atrás".

Y luego, una vez apagados los cohetones y la música, el caos de la muchedumbre que intentaba avanzar en uno u otro sentido; los policías poniendo cara de circunstancia porque les tenían prohibido retirar las vallas; las mujeres a punto del desmayo y los brazos de los hombres extendiéndose hacia el cielo, donde vimos elevarse a dos o tres recién nacidos. "¿Por qué no abren el paso?", preguntaba, a gritos, alguien de sombrero charro; otro le contestaba: "¡Porque primero debe pasar la caca!". Más allá, una anciana que dijo llamarse Estela, enfrente de las Suburban que pasaban por su calle, reclamaba libertad para el pueblo de Dolores.

En definitiva, en ninguna parte se podría sentir igual que allá.


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