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Luego empezó a hablar de nuevo. Me preguntó por qué quería visitar Struthof, y le hablé del juicio y de mi problema con la falta de imágenes.
-Ah, ya. Quieres entender cómo es que hubo gente capaz de hacer cosas tan terribles.
Sonaba un poco irónico. Pero quizá fuera sólo el tono dialectal de su voz y su pronunciación. Antes que pudiera contestar, continuó hablando.
-¿Y, concretamente, qué es lo que quieres entender? ¿Entiendes, por ejemplo, que se mate por pasión, por amor, por odio, por honor, por venganza?
Asentí con la cabeza.
-¿Entiendes también que se mate por dinero o poder? ¿Que se mate en la guerra o en una revolución?
-Pero... -repliqué, asintiendo de nuevo con la cabeza.
-Pero los que murieron asesinados en los campos no les habían hecho nada a sus asesinos, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Que no había ningún motivo para el odio, que no estaban en guerra los unos con los otros?
Esa vez no asentí. Lo que aquel hombre estaba diciendo era inatacable, pero no me gustaba la manera en que lo decía.
-Tienes razón. No estaban en guerra ni tenían ningún motivo para odiar. Pero tampoco los verdugos odian a los condenados a muerte, y sin embargo los ejecutan. Se lo han ordenado así. ¿Piensas que lo hacen porque se lo han ordenado así? Seguramente piensas que estoy hablando del tema de la obediencia debida y que en cualquier momento voy a salir con aquello de que los guardianes de los campos de concentración sólo eran unos subordinados que tenían que obedecer.
Rió con tono despectivo.
-No, no estoy hablando de la obediencia debida. El verdugo no obedece órdenes. Simplemente hace su trabajo; no odia a las personas a las que ejecuta, no lo hace por venganza, no las mata porque se interpongan en su camino o lo amenacen o lo ataquen. Le son completamente indiferentes. Tan indiferentes, que le da lo mismo matarlas que no matarlas.



Bernhard Schlink
El lector
Joan Parra Contreras, traductor

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