De aquel diario (IV). Era el año 1995.


29 de noviembre
Ciudad Victoria
Madrugada en la carretera

Ya estábamos de nuevo en Burgos. Habíamos dejado a la mayoría de los chicos en la plaza y aun hicimos entrega domiciliaria de jovencitas en los hogares más tradicionales. Eran las once de la noche en un típico sábado burgueño, es decir que el pueblo entero se había recluido en sí mismo cual caracol en el estío; luces apagadas y puertas cerradas por doquier. En la casa que compartíamos Pancho y yo, Doña Celia, nuestra casera, había hecho lo propio y sólo los ronquidos de Don Conrado, quien dormía en el pórtico aun en las frías noches otoñales, nos recordaban que aquel caserón todavía estaba dentro de este mundo. Nos preparábamos para dormir cuando llegó el Director Vallejo.
-Vámonos, profes- pronunció casi con amabilidad.
-¿A dónde?
-A Victoria, ¿a dónde más?
Estábamos agotados. Se trataba no sólo de un cansancio físico sino de algo emocional; apuros, emoción y enojos nos habían dejado fuera de combate. Yo estaba en pijama, así que consideré la posibilidad de pasar un domingo aburrido en el pueblo; Pancho aún no se vestía para dormir; conservaba los jeans, la franela a cuadros, sus botas vaqueras y su sobretodo azul.
-Tengo que devolver la furgoneta mañana, en Victoria- insistió Vallejo.
-Pero estamos cansados. Además, no le veo el caso a viajar tantas horas para estar sólo un día en casa- intentó excusarnos Francisco Campos.
Antes de continuar habría que decir que, a finales de noviembre, la Profesora (y Subdirectora) Flores soportaba un embrazo de siete meses, razón que no le impidió cumplir en esa ocasión como celadora, enfermera, sicóloga y sobrecargo en el furgón de las chicas.
-Es por la condición de mi esposa que no quisiera que viajásemos solos- dijo el Director, ahora con auténtica amabilidad.
Minutos más tarde estábamos otra vez en la carretera. Pancho se apoderó de inmediato de uno de los asientos traseros y en cuestión de segundos estaba roncando a todo pulmón. Yo intenté hacer lo mismo en el otro asiento, pero me fue más difícil conciliar el sueño entre los rugidos de Pancho y los rebotes de la furgoneta en los incontables baches. En un auténtico pestañeo llegamos a Santander Jiménez, la mitad del trayecto; Vallejo hizo una escala en ese pueblo para tomar café y para que la Subdirectora estirara las piernas. El Profe Pancho también despertó y lo primero que hizo fue preguntarle al Director si le pondríamos gasolina al furgón. Que no, respondió Vallejo, que tenía suficiente.
Abordamos de nuevo la furgoneta y nos pusimos sobre la carretera; los siguientes kilómetros desfilaron en una sucesión de luces, ronquidos, rebotes y rechinar de llantas, un viaje que la somnolencia elevó al nivel de la mayor alucinación. De súbito los rebotes se magnificaron y tanto Pancho como yo abrimos los ojos estirando un dolor eléctrico hasta el occipucio. Al principio pensamos que Vallejo había perdido el control del vehículo y que íbamos directo a la fatalidad, pero ya situados en el mundo real nos enteramos de que él mismo había encaminado la furgoneta fuera del asfalto porque la máquina se apagó en forma repentina.
Empujamos el camión una, dos y tres veces sin conseguir que Vallejo pusiera en marcha el motor. Que no, que no podía ser la gasolina, contestaba el Director a cada insistencia de Francisco Campos. Finalmente, al remover el filtro de la gasolina para averiguar si estaba tapado pudimos enterarnos de que el tanque del combustible estaba vacío.
Eran las tres de la mañana en la carretera desierta. La madrugada acentuaba de algún modo la oscuridad de esa húmeda noche otoñal. Nadie se detendría a auxiliarnos y nadie lo hizo, eran aquellos los tiempos de los asaltos en carretera. No era, en cambio, la época de los teléfonos móviles, así que tendríamos que caminar hasta el pueblo si no queríamos congelarnos ahí mismo. Caminamos algunos metros hasta percibir el resplandor de la ciudad entre la bruma, ahí estaba el anuncio: “Ciudad Victoria 10 Km”.
-Quédese con la maestra, nosotros traeremos el combustible- le dijimos a Vallejo, y enfilamos hacia el pueblo.
Al principio intentamos usar el camino adyacente al asfalto, pero la humedad empapó de inmediato nuestros pies, así que optamos por andar la carretera. Francisco Campos iba adelante, luego atrás, luego otra vez adelante y al final de nuevo atrás. Con el sobretodo hasta los tobillos y su paso irregular, con su corpulencia delineada por los faros en el escenario brumoso, seguramente provocó escalofríos en algunos conductores. Diez kilómetros no son gran cosa, lo entiendo; hay, de hecho, quien los camina diariamente por prescripción médica, por afición o por simple rutina; pero a las tres de la madrugada y calzando botas vaqueras es una imagen que quedará indeleble en los recuerdos de Pancho y míos. Tal fue el camino que recorrimos hasta llegar a una gasolinera, desde ahí llamamos por teléfono a mi padre para que trajera el coche y una garrafa para cargar combustible.
Tuvimos que zarandear al Director para que despertara. Apenas verter la gasolina, la camioneta rugió con voz renovada y se alejó llevándose al matrimonio Vallejo. Francisco Campos se quedó con nosotros.
-Todo por no cargar combustible como se lo propuse- masculló Pancho refiriéndose al Director cuando la niebla engulló la camioneta a lo lejos.
-Véalo de este modo -le dije- ahora tendrá algo que contar a sus nietos.

No sé si los Vallejo o si el Profe Pancho lo hagan algún día, pero yo no quise esperar.

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