(Malas) Memorias 1



E
ra yo el alumno preferido de la maestra de cuarto grado, y era el pequeño poeta de la Escuela Primaria Estatal Ingeniero Marte R. Gómez, a la que representaba “dignamente” cada año en los certámenes “de la palabra”, y era el líder del ballet folklórico, ovacionado injustamente en cada festival escolar. Era invariablemente acreedor a un diploma por bimestre (puntualidad o limpieza fueron los pretextos cada vez que mis méritos académicos no lo justificaron). Era, en aquel tiempo, asediado por todas las chiquillas de cuarto a sexto, sin embargo estaba comprometido con Tommy Ortiz, la niña más bonita de la escuela, relación que aprobaban en forma unánime “la Sociedad de Alumnos, Padres de Familia, Personal Docente, Administrativo y Manual”. Era, en suma, el eje de rotación de aquel grupo hasta que aparecieron los hermanos Sosa.
Recién llegados de Tlaxcala, semejaban en aquel rincón dos cachorros buscando una oquedad por donde huir. Hugo, el menor, tenía toda la apariencia de un luchador miniatura: debajo de una cabeza y dentadura desproporcionadas, su cuerpo de niño auguraba cierta complexión atlética. Armando en cambio era larguirucho y desgarbado; allá en lo alto su cuerpo se encorvaba para mostrar una cara redonda con gruesas gafas; detrás de ellas asomaban unos ojos empequeñecidos por una suerte de tic nervioso que además transfiguraba su boca en una imperecedera sonrisa. Armando Sosa sería el primer chico de la clase en usar lentes de aumento.

Los pocos minutos que pasaron desde que llegué a la escuela y noté la presencia de los novatos hasta que entró la profesora me bastaron para etiquetarlos como los típicos hermanitos codependientes, acostumbrados a lloriquear ante cada nueva situación, lo que no sabía era que estaba a punto de presenciar un espectacular lanzamiento. Que se presentaran, pidió la maestra, y aquellos, desde su esquina, parecieron desdoblarse como los cohetes en el cielo, cada fase más espectacular que la anterior; la evidente asimetría de sus siluetas no evitaba que, en su singular presentación, parecieran una pareja de clavadistas chinos ejecutando un triple mortal al frente en maldita la posición. Una vez de pie, hicieron una afectada reverencia y recitaron a una voz sus datos personales …para servir a usted y a Dios... como si se tratara del prólogo a Romeo y Julieta. Remataron su actuación con una reverencia final que fue recibida con beneplácito por la comunidad escolar convertida al punto en público teatral.
Había algo novedoso, magnético en su manera de hablar que no era precisamente su acento capitalino. Era más bien el derroche de un bagaje cultural desconocido por nosotros, ajeno a nuestra escuela. Niñas y varones por igual quedaron prendados de Hugo, a quien veían como a un explorador europeo o, cuando menos, un extraterrestre en misión amistosa. Ellas nunca habían escuchado que un niño llamara “Señorita” a la maestra ni habían visto alguien que se levantara del asiento a su paso; mucho menos conocían a un niño que llegara en coche a la escuela. Ellos, por su parte, no habían conocido en nuestra escuela quien dijera “testículos” en lugar de “huevos” o “pene” en vez de “polla“. Hugo era un alumno sui géneris. Armando, sin embargo, no tuvo la misma suerte; sus lentes, su sonrisa forzada y su falta de gracia lo bajaban al nivel de lo humano, de lo cotidiano sin importar sus habilidades verbales. Supe desde ese momento que, con Hugo Sosa de por medio, mi protagonismo en la escuela estaba en grave peligro, y desde ese instante juré que haría cualquier cosa para eliminarlo.


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