Día del libro

Opiniones divergentes suelen acudir a la mesa cuando se habla del Día del libro. He tenido la oportunidad de leer los comentarios que mis amigos han colocado en sus bitácoras los días recientes. Geney Beltrán, por ejemplo, habla acerca de la Ley del precio único y la necesidad de fortalecer a las editoriales y librerías pequeñas; Epigmenio León, por otro lado, hace un cáustico pronunciamiento en favor de los derechos de autor (el tema del post no es estrictamente este, aclaro). Hay, sin embargo, un aspecto en el que solemos estar de acuerdo: la sobreproducción de libros de escaso valor literario. Me abstengo de abundar al respecto con el único propósito de evitar que me estrangule mi propio cauda.
Transcurrió el Día del libro como pasan casi todos los días en un barrio como éste, ubicado en una de las zonas más conflictivas de la ciudad. Mi familia llegó a este sector en 1979; entonces aquí terminaba la ciudad. Cada semana íbamos con mis padres a comprar la despensa en la tienda de la SEDENA, lo que significaba para nosotros una pequeña aventura, pues los camiones urbanos terminaban su recorrido un kilómetro antes de llegar a nuestra casa y entre todos teníamos que cargar las bolsas del mandado. Cuando íbamos solos mi madre y yo nos íbamos hasta el centro de la ciudad, entonces ella accedía a comprar para mí los ejemplares de El asombroso hombre araña o cualquier cuento clásico ilustrado de los que nunca faltan en los supermercados. A medida que avanzaron los ochentas la situación económica se complicó cada vez más en nuestra casa, lo que hizo imposible adquirir cualquier nuevo libro.
Don Pablo Pesina, mi abuelo materno, se dedicaba por aquellos días a vender artículos usados que obtenía por diversos métodos (algunas veces los compraba como chatarra, otras los extraía directamente de la basura, otras más los obtenía aprovechando la necesidad de los propietarios originales y hubo veces que llegó a hacer negocios con raterillos menores); fue él quien me proveyó de bibliografía durante todo ese tiempo. El tomo IV de El mundo antiguo, de José Luis Martínez, El Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, María, de Jorge Isaacs, Don Segundo Sombra, de Güiraldes, Novelas ejemplares, de Cervantes y Obras escogidas, de Feijoo, llegaron a mis manos junto con otros títulos como El erial, Las enseñanzas de la reina Kunti o Júbilo del río, dedicado este último por su autor, Fernando Quiroz, para el ilustre victorense Lauro Rendón; así como un número indefinido de revistas de nota roja e historietas que tanto circulaban en los barrios populares.
Don Pablo murió, casualmente, un 23 de abril. Hace trece años, en absurda rebeldía contra el mal tiempo de semana santa, se provocó una afección pulmonar que lo llevó a la tumba en unos cuantos días.
Fue por eso que hoy, más por homenajear a mi abuelo que por otros motivos, hice una redada en mi biblioteca y expulsé de ahí 24 títulos sobre política, superación personal, pedagogía, gestión de calidad total, reglamentos deportivos, ensayos políticos, historia, biografías, cuentos infantiles, novelas, así como un diccionario básico escolar y un ejemplar de la constitución que nos hacen leer en la preparatoria (una edición reciente, desde luego). Coloqué los libros sobre una mesa y puse ésta en la puerta del negocio familiar con la información correspondiente al “Día del libro” y un letrero que decía “tome uno”. En un principio pensé que nadie se interesaría por ellos, pero antes del mediodía los ejemplares se habían agotado.
Al final de la jornada pregunté a mis padres qué tipo de personas se habían llevado los diferentes títulos y me informaron que casi la mitad de ellos los tomaron los niños de seis a doce años. Una lástima, ha dicho mi padre, quien piensa que esos chiquillos jamás leerán las novelas que se llevaron. Una verdadera lástima, repite, pues seguramente esos libros irán a dar a la basura.
Todo lo contrario, pienso yo, pues mientras los libros sigan circulando, hay más probabilidades de que alguien más los lea. Baste recordar de dónde vinieron los libros que yo disfruté en mi adolescencia. Por cierto que esos ejemplares aún forman parte de mi reducida biblioteca.

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