En eso estoy (3)

Ni modo que lo deje ahí, desbalagado en el pavimento, aplastado por su propio cuerpo; como si las partes de ese esqueleto ya no fueran suyas, es decir no los miembros de un mismo conjunto, sino pedazos inconexos, amontonados sobre la carne marchita, inmóvil, desvencijada. Adheridas al asfalto las temblorosas piernas y las rodillas, y las caderas y el pecho y los huesudos hombros y los brazos y los codos y ésos sus pómulos, tan saltones que se le achatan de un lado y del otro cada vez que se arremolina en el pavimento, sobre este suelo tan escupido, tan orinado, sobre el polvo infinitamente pisado; sus huesos encima de pequeñas piedras, sobre las piedras medianas, las grandes rocas picudas que se le clavan en las costillas sin que siquiera se entere porque su conciencia escapó ya hace un buen rato, porque su memoria se pierde y regresa y se vuelve a perder a cada momento, y porque qué bueno que no se despierta, pues si despertase podría darse cuenta de que ése su cuerpo ya no le responde, de que ya no es suyo, que le es tan ajeno como el cuerpo de ella, de Antonia La Choco, la de rostro oscuro pero tetas blancas; la que se fue el martes por la madrugada y se llevó el único objeto valioso que tenían: una radiograbadora de luces azules y verdes y rojas que él sentía tan suya, que él consideraba su única herencia para cuando el viejo por fin se pelara...

De"Bobby",
un cuento en
el centro de
la vialidad.

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