Sicosis colectiva

Hasta hace unos meses, este sucio agujero era un lugar donde todavía nos consternaba saber de un asesinato múltiple o atroz. De tan escasos, en el pasado cercano los matricidas, parricidas y demás fauna criminal despertaban en los victorenses no solamente repudio, sino también miedo y en ocasiones hasta una inexplicable compunción.

En los tempranos ochentas, por ejemplo, el pueblo se convulsionó tras el hallazgo de dos cadáveres. Un par de niños había sido raptado, vejado, asesinado y tirado en un canal de desagüe. No hubo a partir de entonces, en las calles ni en los tendajos (supertiendas, aparte de las Modelo y Gran D, no había), otro tema de conversación. La gente, al hablar, temblaba no sé bien a bien por qué (miedo y coraje provocan básicamente lo mismo), y aconsejaban a los niños encerrarse en casa antes de que cayera la noche. Por esos días yo también era un niño y aprendí dos cosas: la palabra "robachicos" y la expresión “quemar en leña verde”. Todavía, cuando me acuerdo de esto, me rasco la nariz para quitarme el olor del jabón Spleen, que salió del mercado hace ya tanto tiempo.

A mediados de esa década empezó a funcionar el Hospital General, justo en los años que se disparó la sicosis por la pandemia del sida. La mayoría de la gente en este sucio agujero no teníamos ideas claras sobre la enfermedad o sus formas de contagio; de hecho, reconocíamos una sola: la homosexualidad. Por eso cuando los responsables del banco de sangre empezaron a exigir unidades confiables para cada paciente que iba a entrar al quirófano, un nuevo escándalo estalló en el pueblo. A alguien se le ocurrió usar el sentido figurado y decir que en el hospital operaba un grupo de vampiros humanos venidos de Transilvania. “Su apetito de sangre es insaciable”, decía más o menos la nota de un periódico que una vecina llevó a casa para que mi padre constatara la gravedad del problema y entendiera por qué ella, como un centenar de familias, tenía ventanas y puertas protegidas con ajos y crucifijos.

De eso ha pasado un cuarto de siglo, y sin embargo las cosas habían funcionado casi de la misma manera hasta los días recientes. En estas semanas convulsas, los victorenses transitan diariamente del asombro al pánico, y de éste a la contención o al sueño. Las calles lucen ahora llenas, ahora vacías, lo mismo que los supermercados; los coches, según indiquen los últimos mensajes del celular, van calmos o precipitados en un solo bulevar mientras los otros permanecen desiertos. En algunas casas las familias solas organizan exequias para una cabeza sin cuerpo y otras se preguntan cómo pudo caber un hijo o un hermano en hielera tan pequeña.

Cierta noche, ni cerca ni lejos uno escucha balas y sirenas (o, dicho mejor, todo le suena a balas y sirenas); suspende un instante la conversación que gira infatigada sobre lo mismo. Deja de oír, reanuda la charla que es más bien una competencia para decidir quién conoce más casos reales o ficticios. Se acaba la reunión y sale a la calle donde ve una camioneta llena de hombres fuertemente armados. A saber de qué bando. Uno, entonces, se reprende íntimamente porque lo que pasó o va a pasar ya no le afecta nada o casi nada, porque llegará a su casa donde con sólo apretar un botón, la telenovela o la película borrará todo recuerdo de ese momento hasta que el reloj le diga que ya es un nuevo día. Otra oportunidad para llegar al trabajo, recibir llamadas, mensajes o noticias que lo obliguen a correr a una escuela, casa o refugio físico o imaginario donde solamente piense en el sucio, polvoriento, atrasado, mísero y tranquilo paraíso perdido.



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