Por qué odio a los curitas


Por mucho que yo haga alarde de rodearme sólo de gente intachable, gente decente, de bien, y por más que yo me afane en hacerlo de ese modo, debo confesar que no siempre resulta así. Tengo un amigo (en honor a la verdad debo decir que varios, pero conviene para el caso hablar del particular) que se dedica a la nefanda profesión del sacerdocio; que al menos hasta el mes pasado era director del seminario católico donde yo dictaba una clase (y, por lo mismo, venía siendo algo así como mi jefe) y que las últimas semanas ha debido suplir al sujeto que oficia en la catedral de este sucio agujero.


Aparte de lo ya dicho, mi amigo hace algo que yo debo desaprobar. Ignoro sus verdaderas razones, aunque supongo que lo hace para salvar los bochornosos momentos de la confesión, y claro, para fundamentar los consejos que como buen pastor debe dar a su redil de idiotas, especialmente en lo que concierne a la vida conyugal. En cierta película de ficheras, allá por los setentas tardíos, alguien le dice a otro que los curas son los sicólogos de los jodidos; algo me dice que de ahí sacó mi amigo esta idea. Puede que sea por eso, el caso es que Alejandro, que tal es el nombre de mi amigo, se ha aficionado a un género desaconsejable de lecturas.


Mi amigo el padre me hizo un favor hace días. Y de sobra sabemos que en el mundillo religioso casi nadie hace desinteresadamente el bien. Ya antes el padre Alejandro se había devorado Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus; Por qué los hombres prefieren a las cabronas y otras yerbas por el estilo, ahora traía un nuevo título: Por qué las mujeres aman a los pendejos (Ed. Diana, 2008). Que él no tenía tiempo, que por favor lo leyera y se lo platicara después, dijo el padre Alejandro. Era imposible negarme.


Y aquí debo confesar que no pude cumplir toda la penitencia. Pero lo que alcancé a leer bastó para darle mi opinión al cura, la misma que comparto con ustedes sin costos adicionales:


Digo, para empezar, que este libro está destinado a un público muy pendejo. Y, ya que alguien me agarró de su ídem, que se necesita serlo de veras para desembolsar los ciento cincuenta pesos que cuesta (en Gandhi, sólo $ 127.00). Y es que uno encuentra en estos libros lo mismo que hallaría diariamente en el buzón de c-e o en esos programas que llenan las horas muertas del canal de las estrellas; con la salvedad, claro está, de que en TV y en Internet esas pendejadas salen casi gratis (o al menos esa ilusión nos queda). Entonces, no es el tema ni el tono, sino lo mal que lo hace el autor, pues lo único que podría rescatarse, que es el humor, la ironía, aquí se queda sólo en malos chistes. Por si poco fuera, este libro -el ejemplar del curita- ha salido incompleto. Hay al menos diez páginas en blanco que deberían tener letras. Y siendo optimista digo que tal vez ahí estaba la mejor parte, pero algún pendejo impidió que el padre y yo lo supiéramos. También digo que si usted, apreciable lector, tiene en sus manos este libro y todavía no lo lee, salga ahora mismo a la calle y regálelo al primer pendejo (pero de veras pendejo) que le salga al paso. Y vamos que yo nunca había dicho lo que acabo de enunciar y tampoco lo que estoy a punto de decir, pero le será más provechoso echarse en la cama solo o acompañado, clavar la mirada en el techo, dejar pasar uno tras otro los minutos, que leer esa cosa. Si, como es su más elemental derecho, finalmente decide leerlo, sepa que al terminar será, irremediablemente, un poco más tontito de lo que antes fuera. Y debo agregar con tristeza que no lo digo a lo pendejo.


Después de esta mala obra, no dudo que el padre Alejandro se haya condenado eternamente.

Digo amén.

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