Él escribió estos relatos






POR QUÉ NO VIAJABA EN MI PROPIO AUTO, preguntó el oficial antes de autorizarme el permiso de internación. Contesté lo que me vino a la cabeza. "No conozco la autopista", dije, y aunque no mentía, supe que había dicho una estupidez. "Hay señalamientos por toda la carretera", me espetó el oficial. Permanecí callado el resto de la tramitación. Me consolé pensando que debía ser harto complicado explicarle al hombre aquél que a mí me cansan los viajes en automóvil, especialmente cuando soy yo quien conduce. Para las grandes distancias prefiero tomar un autobús. Pero viajar de día. (No sé por qué, al contrario de los muchos que han viajado junto a mí, en los buses sencillamente no puedo dormir, termino siempre desmadrugado y con los ojos enrojecidos, las nalgas escaldadas y un dolor atroz en las costillas). Viajar de día y, desde luego, llevar algo que leer. Así, entre hojeadas al libro y ojeadas al paisaje, las rutas me resultan frecuentemente más amenas.

Ahora bien. Un viaje, como quiera que se le vea, es una aventura, y se debe vivir como tal. No puede uno sumergirse en la lectura y olvidar ese exterior que nos resultará nuevo por mucho que antes hayamos estado ahí. Por eso para este viaje me compré uno de relatos. Así, creo yo, se pueden disfrutar ambas cosas sin perderse los momentos memorables de cada cual.

Me gusta leer a Haruki Murakami. Encuentro en él un narrador que, en la sencillez de su prosa, edifica historias inolvidables y personajes magnéticos. Pese a ello no he leído todas sus novelas, y esto se debe, principalmente, al costo de los ejemplares. (Otra vez la burra a la mazorca, dirán los que hayan pasado antes por acá; pero precisamente por eso es que compro ediciones de bolsillo en vez de las otras). Sobre sus novelas ya he comentado aquí (o tal vez no) lo mucho que me han conmovido. Ahora diré algo de sus relatos.

Sauce ciego, mujer dormida es una colección de veinticuatro narraciones que bien hubiera podido decantarse en veinte muy buenos (o tal vez dieciocho insustituibles) relatos de variada textura. Pero, como el autor advierte desde los preliminares, aun los más grandes escritores han publicado cuentos perfectamente olvidables, así que vaya usted a saber las razones por las que esta colección incluye tres relatos que aparecen como episodios en sus novelas y algunos más que abusan de la vaguedad o del ridículo.

Pero en lo demás, en la mayor parte de estos relatos, descrubro un Murakami más ameno, mordaz, divertido, genial. No podría explicarlo claramente, pero encuentro en esos relatos a un autor que, sin ser exactamente el Murakami que yo conocía, es todo eso y mucho más. Es decir que en sus cuentos, como en sus novelas, sigue demorándose en artilugios verbales antes de desatar el conflicto que nos deja sin respiro, una acción que no depende tanto de la originalidad de los sucesos narrados, sino precisamente de lo contrario, de una cotidianidad elevada al sueño. Eso está aquí, por supuesto, pero este narrador es además lúdico, absurdo y perturbadoramente conocedor del alma humana. Repasando algunas de estas páginas no podía dejar de recordar a Efrén Hernández y a Jorge Ibargüengoitia.

Para los seguidores, como para los nuevos, es éste un libro que no podrán dejar de leer.

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