(Malas) Memorias II

La maestra Carmelita

Mi maestra durante los seis años de educación primaria fue la maestra Carmelita. Bernarda María del Carmen, que tal era su nombre, era una mujer alta y delgadísima, quizá fue esa la razón por la que, exceptuando el día de su boda, nunca le vimos vestir faldas. Estrenó un automóvil deportivo verde el día que ingresé al primer grado, grupo “A” (de “aplicados”, solíamos alegar), mismo que usó el día de mi graduación en esa escuela. La maestra Carmelita tenía un talento especial para enseñar dibujo, declamación, oratoria y danza folklórica; para el canto no era lo suficientemente buena, así que llevaba a su padre, un reconocido profesor de música, para que la apoyara en nuestra preparación durante los concursos de grupos corales.
Nunca fui un alumno sobresaliente en lo académico, sospecho que era gracias a las maniobras de la maestra Carmelita que la Dirección me otorgaba diplomas de tercero o segundo lugar en aprovechamiento cada fin de año; algunas veces debí conformarme con reconocimientos por puntualidad o limpieza, cualquier pretexto era bueno para darme una presea. Debo alegar en mi favor que, si bien mis atributos intelectuales no eran muy vastos, la maestra Carmelita veía en mí a un artista en potencia, pues era yo la primera (o segunda) persona en quien ella pensaba para participar en los concursos de declamación y dibujo, además de ser la máxima figura en su ballet folklórico, un grupo infantil de malos bailarines que, sin embargo, gozaba de gran aceptación en la ciudad. La maestra Carmelita era una privilegiada en mi escuela gracias a sus resultados en lo artístico, lo era tanto que algunas de sus colegas disimulaban muy mal el encono que esto les provocaba, principalmente la maestra Lucha, la encargada del grupo “B” (de “burros”, decíamos), cuyos esfuerzos por figurar nunca fueron suficientes. Puedo decir que la maestra Carmelita era en esa escuela lo mismo que era yo en su clase.
Tenía yo nueve años y cursaba el cuarto grado cuando se casó la maestra Carmelita, ella tenía veintinueve. Conocíamos bien su noviazgo porque nos relataba cada viernes las películas que veía con su novio la noche anterior (en aquel tiempo estrenaban los jueves, con funciones dobles en los cines Juárez, Alameda y Avenida). Supimos gracias a ella de “El cazador de asesinos” y de “Pistoleros famosos”, no así de las películas en inglés que eran recibidas con cierto recelo por los victorenses. Una llovizna helada cubría la catedral la noche de la boda y yo me imaginé las piernas de la maestra enfundadas en sus eternos pantalones debajo del vestido blanco.
Tomasa Ortiz era mi pareja oficial en el ballet folklórico y la maestra gozaba difundiendo el rumor de que Tomy, la niña más bonita de la escuela, y yo éramos novios. Nosotros también lo disfrutábamos, aunque en privado yo solía reconocer que me gustaba más la mamá de Tomy. Sólo una vez me despegó de Tomy la maestra Carmelita para hacerme bailar con Gabriela Honorato, que era su ahijada, aunque en clase me obligó siempre a sentarme con ella. Mentiría si dijera que aquello era para mí un sacrificio, Gaby era una muchachita inteligente y obsequiosa, incapaz de molestar a nadie.
Fue en el transcurso de ese cuarto grado cuando escribí mis primeros poemas (mi época de poeta nació y murió en la escuela primaria, aclaro), y a partir de entonces la maestra Carmelita se empeñó en hacerme escribir loas para las Madres, los maestros y cuanta persona creía ella merecedora de unos cuartetos mal rimados y peor medidos. La primera hija de la maestra, Perlita, nació el año siguiente; entonces escribí, para ellas, el primer poema sin que alguien me lo pidiera.
La pugna entre los grupos “A” y “B” se prolongó hasta el final. Al concluir el quinto grado, un equipo de cada grupo debió sustentar un examen para elegir al que escoltaría la bandera durante el ciclo escolar 1984-1985. Alguien le entregó a la maestra Carmelita un ejemplar del examen para asegurar el éxito en el concurso, nuestro equipo sólo debía memorizar las respuestas. Fue esa la primera vez que demostré mi intransigencia contra las trampas en los exámenes; me negué a usar la guía. Por supuesto fui el único de mi equipo que obtuvo menos de nueve en la clasificación general, lo cual no impidió que el grupo “A” consiguiera escoltar la bandera en el sexto grado. La maestra Carmelita volvió a dirigirme la palabra hasta bien avanzado el ciclo escolar, pero no me incluyó más en los concursos de ninguna clase.
Del sexto grado sólo tengo un recuerdo: Gabriela Medina. Llegó a nuestro grupo a la mitad del curso, venía de Tampico y estaba mucho más desarrollada que el resto de las niñas, mucho más que Tomy y aún más que Gabriela Honorato. No puedo decir que nos enamoramos, pero sí hubo entre nosotros una fuerte adhesión, una simpatía que lo mismo me causaba furor que pánico. Gaby Medina supo, sin embargo, llevarme por ese camino del sentimiento primero, del más inocente amor. Gaby Honorato, por su parte, supo también ejercer sus influencias para hacerme volver a su pupitre a cada intento de fuga. No me di cuenta a qué hora nos graduamos y tuvimos que dejar la escuela para siempre.
Era el año 1999 cuando mi hermana volvió a nuestra escuela primaria. Más por la añoranza que por otra cosa, tenía la intención de inscribir a mi sobrino en la misma escuela que ella había disfrutado su infancia. En el acceso principal se encontró con la maestra Carmelita, estaba ahí soportando una huelga de hambre; recién la habían asignado a otra escuela y se negaba a acatar la transferencia. Al final del ciclo anterior la maestra Carmelita había sido acusada de maltrato y negligencia por algunos maestros y padres de familia debido a que obligó a dos pequeños a permanecer en la explanada de la escuela, padeciendo durante casi una hora el inclemente sol de mayo; el castigo apenas iba a durar unos minutos, aseguró la maestra, pero se entretuvo platicando en la Dirección de la escuela y se olvidó por completo de los niños. Un error, dijo la maestra Carmelita. Un lamentable error, alegó la Directora. Un error que le pudo costar la destitución, dijo la autoridad, y que agradeciera que sólo la transferían.
Mi hermana llegó a casa ese día después de inscribir a su hijo en otra escuela. La maestra seguiría negándose al cambio de adscripción. Sabía que yo era maestro, supo también que ya era Director, le dijo a mi hermana que le serviría de mucho una carta de apoyo de parte mía. Fui a verla. Nos abrazamos, estuvimos largo rato recordando los viejos tiempos. Sé que le hizo bien nuestra conversación, pero no se atrevió a pedirme la carta.

Comentarios

Entradas populares