Pasado y futuro de México


Una de mis tías relataba con frecuencia los motivos de su primer empleo, un trabajo infantil mal remunerado. La causa de que ella se empleara como estibadora en el mercado fue reunir la cantidad necesaria para comprarse un gansito marinela, allá, en los sesentas tempranos.

Siempre tuve dificultad para creerme la historia de la niña víctima de explotadores de infantes en el mercado Argüelles que la hermana de mi padre repetía cada vez que condenaba la holgazanería de mis primos, sin embargo no puedo negar la influencia que tuvo el pastelillo ése en la infancia nuestra, la de los ochentas.

Todo mundo sabe que aquellos fueron tiempos difíciles para la economía nacional. El barrio donde vivo era, en aquel entonces, uno de los extremos de la ciudad, una zona paupérrima rodeada de montes y vertederos. No estaban las arcas familiares para malgastar en los pastelitos que anunciaban en la tele unos patitos (porque eso eran, y no gansos) que esquiaban en agua y nieve, viajaban en bici o patinaban vestidos con el equipo necesario para cada actividad, y que al final del comercial parecían pronunciar una sola palabra: recuérdame. Hago un paréntesis aquí para pedir un minuto de silencio por todos los patitos que debieron ofrendar su vida o su integridad física en pos de aquellas inolvidables campañas publicitarias. Bendita la tecnología y los nuevos enfoques llegados en los noventas y que nos hicieron prescindir de los patos reales. Cierro paréntesis.

Decía, pues, que no había dinero en casa para satisfacer los antojos de aquellos tres chamacos lombricientos que éramos mi hermano, mi hermana y yo; sin embargo ella, que fue siempre la más creativa en eso de engañar a mis papás, se las ingeniaba siempre para que nos cuadraran las cuentas al regreso de las tienditas (en ese tiempo las llamábamos "tendajos"). Minutos antes, escondidos detrás de una barda, nos retacábamos los gansitos en la boca y los hacíamos bajar por el esófago a puros golpes de pecho. En aquella época nos felicitamos por no haber sido descubiertos, ahora pienso que mis padres se hacían de la vista gorda: las manchas de chocolate en los dientes eran más que elocuentes.

La compañía mexicana Bimbo, la más grande panificadora de latinoamérica, en comunión con el Servicio Postal Mexicano, cancelaron en noviembre los 250 mil timbres postales que conmemoran los cincuenta años que, según ellos, tiene el gansito en el mercado -aunque en la página electrónica de la empresa, concretamente en el bloque de nutrición (prohibidas las risas), sitúen el origen de este producto en 1958-. Este timbre, que tiene un valor superior a los diez pesos, es decir más caro que tu rico pastelito, relaciona la imagen de cinco niños con las cinco décadas del producto. "La niñez, el futuro de México", dice una leyenda.

Al margen de todos los comentarios que puedan hacerse acerca de la pertinencia de la imagen del gansito marinela en las cartas que enviaremos los mexicanos durante esta temporada navideña y que circularán en México, en Latinoamérica y en Estados Unidos (hay allá inmigrantes mexicanos que confiesan recordar sus raíces, su niñez en el suelo nacional, al contacto con la envoltura de ese pastelito), convendría detenerse un poco en esa frase. El futuro de México, en lo concerniente a la salud, es el de una población diabética, de eso no hay duda.

La diabetes del tipo 2 era en este país, hasta años recientes, una enfermedad inusual en niños, pero se ha extendido ahora debido al consumo indiscriminado de alimentos de escaso valor nutricional. Se trata de alimentos procesados que llenan pero no nutren; además, generalmente son altos en calorías, pero no contienen fibras ni la diversidad de componentes de los alimentos nutritivos. ¿Por qué está ocurriendo todo esto? Mucho tiene que ver el desarrollo de las ciudades, el progreso en general (otra vez se suplica evitar las risas). La cobertura del transporte público y la relativa facilidad para adquirir una televisión han disminuido paulatinamente las horas que los niños dedicaban -por voluntad o por la fuerza- al ejercicio. El trabajo de ambos padres, por otro lado, reduce también las actividades familiares al aire libre y la preparación de alimentos caseros. No es casual que cada vez tengan mayor aceptación los establecimientos de comida rápida, permiten a las familias de empleados cubrir dos necesidades a la vez: llenar la barriga por unos cuantos pesos y pasear a los pequeños en sus parques simulados.

En los ochentas que les cuento los refrescos normales eran de 355 mililitros. La coca-cola familiar contenía menos de un litro de producto y, en efecto, servía para que una familia de cuatro o más personas acompañara los alimentos. Hoy las bebidas gasificadas se venden en presentaciones de 355, 500, 600, 700, 2000 y 2500 mililitros, y la población mexicana ha aprendido a beberlas como si se tratara de agua corriente. Por eso mismo, tampoco suena extraño que México sea el segundo consumidor mundial de refrescos embotellados por cabeza, sólo superado por los Estados Unidos. No es necesario mencionar aquí los problemas de sobrepeso y obesidad que enfrenta la población de aquel país. Tampoco es necesario decir que estamos en ese mismo camino.

En esta última semana apareció insistentemente en la televisión un mensaje de rechazo al aumento en los impuestos sobre los refrescos embotellados. El comercial, supuestamente dirigido a los legisladores y, también supuestamente, firmado por los trabajadores de la industria embotelladora, termina con la frase "No más impuestos a mi refresco".

Ojalá estuviéramos, los mexicanos, menos impuestos a consumir refrescos y gansitos y sabritas y sonric's y ricolino y barcel. Después de todo, no dejan de ser la misma cosa.


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