Pocas palabras, muchas ideas

Lo blanco, lo oscuro y lo negro en
Los cuervos, de César Silva Márquez



Los cuervos. Silva Márquez, César. México. 2006.
Fondo Editorial Tierra Adentro No. 324. 90 páginas.



Lo blanco

De las ocho especies de córvidos que pueblan el hemisferio norte, la única especie nativa de México (y del sur estadounidense) es la que clasificaron como cuervo de Chihuahua; su nombre científico, Corvus cryptoleucus, obedece a la particular característica de presentar, en el cuello, las ocultas raíces de las plumas coloreadas de blanco. Los veinte o veinticinco pájaros que frecuentaron este invierno el cerco de la escuela rural donde trabajo pertenecen a esa especie. Se trata de un ave que alcanza los cuarenta centímetros de longitud, de patas robustas, de pico curvo y alargado, y de plumaje negro satín. Nada parecido a los cuervos que encuentra uno en la ciudad, los que a veces, tan disminuidos, se llegan a confundir con las urracas. Yo mismo, en alguna ocasión, vi a un cuervo copular con una de ellas. No podrían, en cambio, estos cuervos campestres acometer sexualmente a una urraca sin infligirle un daño superlativo e incluso la muerte.

Si bien las costumbres sociales de las distintas especies de córvidos han inspirado desde los orígenes de la literatura infinidad de leyendas, cuentos y novelas de terror donde estas aves aparecen asociadas a los malos augurios o a la hechicería en medio de atmósferas lúgubres y paisajes sombríos, la persistencia de los cuervos en la vida urbana actual sigue perturbando a muchos. En los años recientes se han hecho importantes investigaciones acerca del comportamiento de los cuervos: su vida social, sus hábitos alimenticios, la resolución de problemas de supervivencia; las conclusiones son abrumadoras: los cuervos comparten, como muy pocas otras especies, una amplia semejanza con los humanos, desde las habilidades para utilizar y fabricar herramientas hasta una desarrollada afición al engaño y el chantaje. Son, de hecho, estas últimas características, las que los ubican entre las especies superinteligentes y los asemeja al hombre como no podrían hacerlo ni siquiera los chimpancés.


Lo oscuro

Los cuervos, primera novela del poeta chihuahuense César Silva Márquez (Ciudad Juárez, Chih., 1974) que el pasado abril consiguiera el Premio Binacional de Novela Joven 2005 Frontera de Palabras/Border of Words, tiene punto de partida anecdótico y literario en los lacónicos graznidos de unos cuantos cuervos en el patio trasero de cierta vivienda colindante con un campo algodonero. Raúl, personaje sobre el que recae la mayor parte de la narración, presiente desde ese primer momento que su cotidianidad se ha resquebrajado. La visión de esas aves que se comunican apenas, que emiten sus roncos, brevísimos ruidos de vez en vez, irán marcando el ritmo de la narración que casi no es tal, sino más bien la combinación de las memorias infaustas de un círculo laboral. El color de los cuervos, por otro lado, construirá desde el inicio una atmósfera enlutada, dolorosa aun en los detalles cotidianos. Los personajes atravesarán la vida, las calles de la ciudad y los pasillos de la oficina como quien se pasea por el andén de un cementerio, con la tranquilidad que sólo otorga el convivir asiduamente con la muerte y el desahucio. Late todo el tiempo, en Raúl, en Beatriz, en Adriana y en Héctor, un terror madurado, un miedo que viaja por sus venas infinitamente.

Raúl es aficionado a las películas -acaso también a la literatura- de horror, pero su mujer, Beatriz, sabe incluso más que él sobre vampiros humanos. Juntos construyen fantasías, historias sobre trenes siniestros, criaturas desaparecidas y homicidas inmortales. Quizá como Raúl, nuestro amigo Silvaman también sea aficionado a los filmes de terror, y quizá, como Beatriz, Magali Velasco –su esposa- guste de explorar las páginas de los libros a la caza de erratas antes de abandonarse a sus propias pesadillas, porque la atmósfera de esta novela y las cavilaciones de los personajes no dan respiro al lector, la tensión aumenta a cada parrafada, a cada brevísimo capítulo, cada vez que Adriana o Héctor o Raúl toman la palabra para compartir angustias nuevas o añejas. El diario íntimo, la narración convencional, la carta o la nota periodística, cualquier herramienta literaria de las que César se vale –que son muchas-, no obstante su uso inteligente y conciso, son rebasadas por la sustancia misma de la historia. Los hechos pasados y recientes van organizándose para dejarnos pasmados en una última página que quizá sea el reinicio de la misma historia, eternizada en la imagen de los cuervos que continúan en la ventana. Aun después de cerrar el libro, el lector mirará esas aves negras alzando el vuelo y volviéndose a posar, un recordatorio perenne de que el terror habita entre nosotros.

El miedo habita entre nosotros, esto puede parecer una simple licencia poética, sin embargo no lo es. Cuando César Silva Márquez obtuvo el premio binacional de novela, en entrevista que concedió a la sala de prensa del CONACULTA dijo, palabras más palabras menos, que había emprendido la redacción de esa novela, que originalmente llevó el título De mis muertas, como un ejercicio donde pretendía retratar los problemas cotidianos, irrelevantes de un hombre común que se encuentra de súbito ante la maldad de un vampiro humano. Apenas terminar la historia notó que las hazañas de su moderno Drácula, su asesino serial, se parecían demasiado a las historias sobre asesinatos de mujeres que los habitantes de Ciudad Juárez han conocido las últimas décadas.

Una noche, en Ciudad Juárez, alguien me contó que en un principio los habitantes de esta ciudad pensaron que el revuelo de dimensiones internacionales que suscitaron los feminicidios obedecía más bien a un sabotaje orquestado desde otras latitudes de la república para frenar el avance comercial, cultural e industrial que experimentaba la frontera más importante del país en aquellos primeros años. Las historias se han de multiplicar por miles, pero lo cierto es que el drama de las asesinadas es una sombra que persigue a los ciudadanos por igual aunque sus opiniones no coincidan.

“Me apropié nerviosamente del cuchillo bajo el asiento, era inevitable caminar hasta aquel hombre y asustarlo. Mis manos estaban ansiosas. El forcejeo que presenciaba tenía un fin, subir a la mujer a un automóvil. La muchacha oponía una resistencia inútil contra la sujeción del tipo, ¿por qué nadie salía a su rescate con semejantes gritos? Respiré profundo, llevé mi mano a la puerta del auto y un hormigueo me recorrió, de pronto el hombre se percató de mi presencia y me sonrió, fue como si presumiera la fuerza que emanaba de él, sentí el vacío onírico de caer en el infinito. Ese fue el principio para comenzar a llorar, una lágrima le siguió a otra, en aquellos ojos reconocí que algo similar había pasado antes: mucho tiempo atrás alguien lo quiso detener y fue imposible.” (p. 79-80).


Quizá sea ese párrafo el que describa de mejor manera lo que trato de explicar. Ciudad Juárez es una ciudad rehén de asesinos sin rostro, dicen más o menos los informes de las organizaciones conformadas por familiares de las víctimas. Una ciudad de muchos culpables, dicen también, pero una ciudad como muchas otras, como las nuestras, donde los habitantes se acostumbran a vivir con el peligro, con la incertidumbre de volver cada noche al hogar. En estas ciudades uno se percibe jugando cada día el papel de víctima o de cómplice, o de ambos.

“Conozco un vampiro, le consigo mujeres que nadie extraña” (p. 21), le confiesa Héctor a Raúl en un bar a donde el segundo se resistía a acompañarlo puesto que no son amigos. A partir de ahí los acontecimientos se presentan a velocidad de vértigo y con un matiz que, a falta de mejor término, calificaremos de espeluznante. Un engendro que se hace llamar Pedro, al más puro estilo de cualquier vampiro que se precie de serlo, se ha apropiado de la voluntad de Héctor y lo obliga -o acaso no- a llevar mujeres a alguna habitación de algún hotel lujoso del centro, donde él las morderá una y otra y otra vez sin que ellas emitan gemido alguno. Detrás de la puerta, sin atreverse a girar la manija, sin animarse a explorar por la mirilla de la cerradura porque “una promesa era una promesa” (p. 65), Héctor escuchará los golpes secos y uno que otro sonido gutural, pero le quedará la absoluta convicción de que ellas no sufrieron a la hora de morir. Días después enviará quizá una carta a los padres de las víctimas o buscará la absolución en un diario íntimo en el que a veces no leerá la voz suya sino la de algún extraño.

Algún día Héctor, que había sido siempre el mejor empleado, el más eficiente, empezará a faltar a la oficina, su cuerpo, como su trabajo, se tornará flaco y contrahecho. Alguna mañana Raúl descubrirá el rasguño en la mano y la cortada en el labio de un compañero, alguna tarde mirará a ese mismo empleado coqueteando con prostitutas desde el interior de un coche. Alguna noche Adriana se sentirá bella porque un hombre tan encorvado como Héctor le dirigirá una mirada en algún bar al que ese subordinado suyo le aconsejó que no fuese. Alguna vez a Beatriz la inquietará el silencio y buscará entonces a Volga, la perra, para descubrir en la cochera y en las paredes las pequeñas manchas de sangre. Alguna vez Pedro…

El cuervo de Chihuahua no es un ave de garganta prolija, sus graznidos son breves, monotonales a veces; no impacta tanto el sonido como la parquedad de su grito, su inquietante laconismo. La novela de Silvaman es tan breve que sus veintiocho capítulos, organizados en dos partes: antes y luego, abarcan apenas las noventa cuartillas. Se trata de minúsculos capítulos en los que los personajes toman la palabra en la forma de -ya lo dije- cartas, diarios o narradores omniscientes y equiscientes para pronunciar datos tan concisos como contundentes. Igual que el graznido del cuervo, César Silva nos deja, en los momentos más angustiantes de la narración, la incómoda necesidad de escuchar más, como la ominosa invitación que el suicida le haría a una hoja de afeitar que detuvo su vuelo en el campo feraz de una muñeca.

“Antes de abandonar la calle, antes de que la patrulla apareciera en el lugar, antes de que Juan Escobedo encontrara el cuerpo desnudo y mutilado de María en un pequeño baldío en el centro (entre casas que vieron crecer el tráfico desde los años 40), antes de que el sol se arrastrara por los objetos de la mañana: paredes de rotos colores, botes de basura, las yerbas y el agua fría del canal que atraviesa los viejos barrios, antes del último grito, ella sintió un agudo dolor en la pierna, como si un cuchillo con muy poco filo tratara de penetrar un pedazo de pan recién horneado, no veía nada, quiso mover los brazos y sacudirse el dolor pero fue imposible; antes del grito, lágrimas rodaron por su frente, se detuvieron un poco y luego cayeron al suelo; la sangre de todo el cuerpo se concentraba en su cabeza. Antes del dolor hubo una noche buena y fría y había una prisa de llegar pronto a la fiesta de Lula porque ya había comenzado. María recuerda beber unos tragos en el bar de la esquina, qué tanto es tantito, si uno no es ninguno, se dice; entra y bebe, que al cabo la fiesta queda a dos cuadras de aquí, piensa mientras se acerca el cantinero y junto a ella hay un hombre interesante, ¿está demasiado flaco? No, es la primera impresión que da la titilante y parda luz del bar porque él tiene los codos sobre la barra. Fue así de pronto: un trago y luego otro menos, y luego ninguno y su delicado y delicioso mareo desaparece, eso recuerda María, mientras en su mente una película se proyecta hacia atrás. Pero antes de llegar al bar y alegrarse con las copas, antes de estar incómoda y mucho antes de estar disgustada con su madre por algo ¿qué fue? Ya poco importa. María siente ese dolor agudo y después algo líquido recorre su pierna izquierda, primero caliente y luego tibio, atraviesa el vientre hasta alcanzar el cuello y luego todo el rostro como si fueran lágrimas. Poco antes de desvanecerse por el dolor, María Gutiérrez Leal, recuerda a su madre, los años que carga su cabello corto igual que el suyo, la nariz recta de su padre igual a la de ella, la edad borrosa de la casa donde ha vivido, el vidrio roto de la recámara por una pelota de béisbol lanzada por los niños más grandes de la cuadra, a sus nueve, cuando se quemó la mano izquierda y su padre se asustó tanto… cuando tenía seis y la camioneta de los helados pasaba frente a la casa y luego la oscuridad y después el presente”. (Cap. XV, p. 46-47).


Lo negro

Digo que Raúl, ese antihéroe en el que César Silva Márquez hace recaer la responsabilidad de guiarnos a través de un pasillo desde donde escuchamos las confesiones de todos los personajes, se parece a su creador. Hay incluso un pasaje de esta historia en el que Raúl y Beatriz van a ver libros a una plaza comercial. Ahí, Raúl imagina que él mismo es un escritor –de hecho, empieza a escribir su experiencia al final de esta historia- y cree ver sus propios libros mezclados en los estantes junto a los de García Márquez y Og Mandino (detalle humorístico, ésta última combinación de autores, de un colorido muy a tono con el de la novela). Pero Beatriz es quien lee más durante el desarrollo de esta historia, y tiene la manía de encerrar la erratas que noche a noche localiza en los libros que lee. Quizá lo que ella hace no es leer, al menos no en el sentido que la mayoría lo entendemos, sino realizar una auténtica cacería de equívocos, explorar los párrafos y los enunciados para descubrir los adjetivos, las preposiciones y los signos de puntuación mal empleados. Si lo pensamos bien, tal vez ese comportamiento de Beatriz no sea excéntrico del todo, pues habremos visto en más de una ocasión a ciertas personas remarcando los errores que encuentran en los libros como si sirviera de algo hacerlos evidentes, delatarlos quizá para ayudar a otros lectores potenciales o tal vez asegurándose de que esos eventuales cazadores de erratas sepan que ya alguien les ganó la presa. Como sea, este detalle que Silvaman quiso rescatar se ve malogrado por una insuficiente revisión del texto. Saltan aquí y allá tantas erratas que el mismo libro nos recuerda a veces aquel campo algodonero del que habla Raúl, poblado por la incómoda presencia de tantos pajarracos negros. Esperemos que en las ediciones posteriores -en el caso de esta novela estoy seguro de que las habrá- los errores de los que hablo sean resueltos felizmente, si acaso esa última palabra tenga lugar en lo concerniente a esta historia.



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