Acto de contrición


No tengo nada de qué avergonzarme, no he hecho nada malo
Mozart.

Dicen que uno se arrepiente de lo que hace, pero el arrepentimiento es insincero, es decir que nadie logra arrepentirse por completo de lo que alguna vez tuvo deseo de que ocuriera, poco importa que sólo haya sido un deseo fugaz y no un acto meditado; en esas condiciones la contrición resulta deshonesta. Esto me llevaría a decir que uno en realidad sólo puede arrepentirse de lo que jamás quiso hacer. Puesto que no hubo la intención, tampoco hay contradicciones soterradas a la hora de condenar la propia conducta porque, aceptémoslo, uno se avergüenza de ciertos actos sólo cuando los considera ajenos. Lo anterior me obliga a decir otra cosa: tampoco podría alguien arrepentirse de lo que nunca tuvo intención de perpetrar, pues arrepentirse implica el reconocimiento del hecho consumado. El resumen de esta corta reflexión se expresaría en los siguientes términos: El arrepentimiento es, en definitiva, un imposible.

Valga este circunloquio tan sólo para allanar el camino antes de confesarles que hoy estuve a punto de experimentar eso que llaman arrepentimiento. Cometí un asesinato y, puesto que no tuve la intención de consumarlo -de hecho, a pesar de haber ocurrido todo tan rápido, durante algunos milisegundos pensé y traté de actuar en contrario de como sucedieron finalmente las cosas-, las consecuencias de ese crimen me provocaron una sincera congoja (iba a decir "arrepentimiento", pero conviene ser cauteloso con las palabras).

No es el primer crimen que cometo, debo decir; pero ciertamente es la primera vez que una muerte provocada por mis manos (o cualquiera que sea la extensión de ellas que haya utilizado para ese propósito, y recalco la palabra "propósito" para enfatizar que en aquellos casos existió una intención previa y, quizá, una planeación del acto) me obliga a sentir la muerte de ese desconocido como si fuera la pérdida de alguien cercano.

La verdad es que no tenía por qué haber pasado nada de esto. Las circunstancias, de hecho, no eran condicionantes para que ocurrriera. Podría decirse que la víctima vino hacia mí como invitándome a asesinarla, otorgándome una licencia para matar, aunque esto parezca más bien una licencia poética.

Respecto al grado de arrepentimiento diré que no siento tal cosa. Desde luego me pesa el haber contribuido al dolor de una familia que quizá se quedó esperando la llegada del padre (o la madre, no lo supe con certeza) al final de la jornada, pero no más. ¿Por qué habría de sentir remordimientos si nunca hubo la intención de arrebatarle la vida? Además eso de "arrebatarle" lo digo con reservas, pues ya he repetido que el muerto prácticamente me la regaló, se puso frente a mí en un momento que resultó desafortunado para ambos.

Tal vez debería guardarle rencor a la víctima por haberme ocasionado tal congoja y, en ese caso, cabría preguntarnos si, de existir tal posibilidad -que no la existe, desde luego-, habría en la víctima algún grado de arrepentimiento por el malestar que su conducta me provocó.

Los hechos ocurrieron así: yo circulaba a tan sólo setenta kilómetros por hora pues atravesaba un poblado, acababa de dejar atrás la zona de topes cuando el muerto (aún no lo estaba, por supuesto, eso sucedería inmediatamente después) saltó desde algún lugar impreciso y se estrelló en la tapa del motor, luego en el parabrisas que está roto (como ya lo estaba, el cuerpo era tan menudo que no le hizo abolladura ninguna), y finalmente rodó varios metros sobre el pavimento. No pude contar los giros que el cuerpo dio en la carretera porque lo miré a la distancia, por el retrovisor, y cuando se hizo visible ya debería llevar algunas vueltas en un conteo perdido. Ahí se quedó. Yo, por supuesto, continué mi camino con una cierta tristeza.

Afortunadamente ese sentimiento pasó, se diluyó en el café y en las horas. ¿Que si queda algún resabio en mí? No lo creo, no podría haberlo porque ya mencioné que yo nunca quise ver a ese cuerpo catapultándose sobre mi coche. Entonces estamos en paz.

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