En eso estoy (4)


¿Era feliz entonces?, es posible que sí, no obstante que lo invada el mal humor apenas evocar su infancia en el pueblo aquél. No era lo que se dice un pueblo, discute consigo mismo, sino un manojo de aldeas cuyas denominaciones llevaban la señal de la cruz. A cuál más pobre, los nombres de aquellos pueblos parecían más bien sus sentencias. Cruz Vieja, por ejemplo, era el nombre oficial del barrio donde él vivía; al caserío de enfrente lo llamaban Estación de la Cruz, aunque jamás hubiese pasado por ahí tren alguno; más allá de los aljibes se extendía el poblado de Dos Cruces, y arriba, en el lomerío, cada una de las aldehuelas, mientras duraron, ostentaron el bendito nombre de Santa Cruz. En la punta de la loma las cruces se multiplicaban diseminadas en el cementerio que compartían las aldeas; parecía que unos y otros villacrucinos estuvieran empeñados en hacerles más corto a sus muertos el camino al cielo. Desde ahí, rodeada de montaña y nubes, los recibía de brazos abiertos la enorme cruz blanca. Una amplia escalinata evolucionaba en concreto, piedra y tierra desde el límite real de Villa de las Cruces hasta la base del monumento.

Ahora mismo, si cierra los ojos, vuelve a sentir igual que en aquel tiempo. El viento frío tostándole las mejillas, revolviendo los cabellos que le azotaban orejas y cuello; una rebanada de sol entibiándole la espalda. Él de pie junto al monumento, extendiendo los brazos, urgiéndole al crepúsculo para que le construyera, con la sombra suya, otra cruz que se alargara hasta el caserío. Tenía doce años. A sesenta y siete metros arriba, y una milla lejos del pueblo –eso decía en la base de concreto-, no se sentía mejor ni peor que las personas que se distinguían allá abajo, pero ya entonces gustaba de ver las cosas desde una cierta distancia.

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