Así se están acabando






AYER FUI DE PASEO AL BLOG DE LILIANA. No diré por qué, pero lo que leí me trajo recuerdos que no sé cómo definir.




En la época de la que hablaré, nuestra colonia estaba en la punta de lo que alguien quizá llamaría civilización. Después de mi casa había monte, río, aguas negras y basura. También estaban las casas de los pepenadores y de los cribadores de arena cuyos hijos formaban un público nutrido (por el número) en torno a nuestra televisión pues en sus casas no había electricidad.


Pasados unos cuantos años llegaron nuestros primeros vecinos. Vecinos concretos quiero decir, habitantes de suelo legal aunque la vivienda no fuera suya. Al lado de nuestra casa vivieron Luis y sus dos hermanos. A ellos les pusieron en su casa los motes de Güero y Negro debido a que uno era menos moreno que el otro. Cierta vez mi primo, que estaba de visita, guiándose por el tono de piel llamó Negro al Güero lo que, dicho sea de paso, significaba una ofensa de tamaño familiar.


Luego llegaron Juan y sus hermanos: Feliciano, Genaro y More, a la casa de atrás. Supongo que More quería decir Moreno, porque estaba incluso más prieto que los hermanos de Luis. Más allá vivía la familia de Fernando, un niño que pensaba casarse con mi hermana.


Ellos constituían nuestro círculo de amistades. Un círculo que, en cuanto a mí, se estrechaba demasiado.


Con ellos aprendí a montar en bicicleta y a jugar béisbol. Chano, que era unos años mayor que nosotros, se sentaba en una alcantarilla a contarnos cuentos de terror y chistes subidos de tono.


Nos fascinaba matar los sapos que en ese tiempo abundaban, recorrer el vertedero en busca de un juguete de mediano uso. Odiábamos, en cambio, perseguir las pipas de agua y hacer filas kilométricas para comprar tortillas de la CONASUPO.


No supe a qué hora dejamos de hacer todo eso. Mi hermano y yo crecimos, fuimos a la secundaria y al bachillerato, ellos empezaron a hacer otro tipo de vida social. La familia de Luis cambió de residencia, sólo de vez en cuando volvían para tratar de vender algo: revistas primero, luego enseres menores. Cuando murió el padre de Juan, madre e hijos vendieron la casa, repartieron el dinero y cada cual tomó un destino.


Lo que voy a contar pasó todo en muy poco tiempo. Genaro cayó primero. Y aquí la palabra caer significa precisamente eso: el pobre se fue con todo y el camión que conducía a las aguas del Río Pilón en tiempos de Cavazos Lerma.


Luego le tocó a Fernando. Ya estaba casado, aunque no con mi hermana, y se había ido a vivir más al oriente de la ciudad. Una tarde se puso a beber cervezas con su vecino, un lisiado que, tras discutir por una caguama, le vació la carga de la pistola que escondía en un hueco de su muleta. Cómo me gusta esa anécdota para que hubiera sido mentira.


Luis había sido, en tiempos, quizá mi amigo más cercano. Cuando más tarde lo veía venir con una cámara fotográfica o un discman en mano, nada le decía, nos quedábamos platicando largo rato, haciendo lo que todos: hablando de los años viejos. Para entonces a Luis ya lo apodaban El Perro. Por un teléfono celular, único botín del día, al Perro lo mató su compa una tarde de verano.


De Negro me acordaba poco. La última vez que lo vi antes del sepelio de El Perro fue en la fiesta de quince años de su hermana, que concluyó cuando el padre de ellos lo tumbó de una bofetada para después tomarlo de los cabellos y arrastrarlo hasta media calle. En el funeral, Negro habló en nombre de la familia, oró. Era esa tarde un hombre hecho y derecho, pulcro y de modales circunspectos. Muy diferente al de la nota roja, un año después, cuando un asunto de amores lo hizo responsable indirecto de un suicidio.


Por ese mismo tiempo a Juan lo encerraron en Nuevo León, había estrellado su camioneta contra un stop&go que consumieron las llamas. Su madre gastó los últimos centavos del marido muerto en sacarlo de la cárcel. A More, en cambio, no le fue posible salir; junto con otros, meses más tarde dio muerte a una piruja retirada buscando mucho dinero y un poco de marihuana.


¿Y los demás? Bueno, nosotros seguimos desperdigados, caminando hacia quién sabe dónde. Sin saber de qué tamaño será el garrotazo ni si nuestra historia merecerá al menos un corrido mediocre.



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