El nuevo libro que leí


“La Detective, acostumbrada a descifrar conductas inesperadas, sabría que el hombre, de verdad, no sabía qué contestar. El hombre que tenía frente a sí era, con toda seguridad, un Hombre Sin Respuestas”. (1)

De un tiempo a esta fecha debo cumplir trabajos especiales en horarios nocturnos. Misiones casi secretas. Mi encomienda de anoche consistió en perseguir a alguien. Algo. He aquí el informe de mi investigación:

Hay una publicación que se hace llamar Cuaderno Salmón. Hallé en el número dos de esa revista, fechado en septiembre de 2006, un texto que lleva por título El último signo, firmado por una mujer que se hace llamar Cristina Rivera Garza. Sus generales: una maestra que corre. Mujer que escribe. Una mujer que es, también, A Veces Ella. Una mujer que quizá exista o tal vez no. Alguien algo que podría ser la persona que está a mi lado. Las líneas que enuncié muy al principio constituyen un fragmento, un corte perpetrado por mí –y sin remordimiento ninguno, quiero que conste- en perjuicio de la página 38.

Hay en aquella historia una mujer, alguien algo a quien llaman La Detective por carecer de nombre. O quizá deba ser ése y ningún otro el nombre suyo. La Detective también Es. Una mujer de ojos opacos y de manos gruesas que tiene su oficina en un sótano a donde jamás llega otra luz que la artificial. Una mujer acostumbrada a perder. La mujer a quien llaman La Detective investigaba, aquella vez, un caso por demás extraño, el de la mujer amarilla que desapareció detrás de un remolino. Podemos sospechar, con estos datos primeros, que se trata de una oficial asignada a casos difíciles, a casos sin solución.

Hay un hombre que tal vez no exista. Un sujeto al que llamaré “J” para proteger su identidad. Ese hombre visitó hace dos semanas un pueblo del que, por ahora, tampoco revelaré el nombre. En ese lugar el hombre al que llamo “J” se enteró de un caso por demás auténtico y actual: un individuo que había sido del sexo masculino fue hallado muerto con huellas de tortura. Nada en el lugar de los hechos estaba donde debería estar, empezando por el muerto que hallaron en una milpa ajena, el cinturón en las corvas, las manos en la espalda; pene y testículos hundidos en su boca demasiado muerta.

En algún sitio hay un poemario al que titularon La muerte me da. Un libro cuyo autor se hace llamar Anne-Marie Bianco. Una mujer misteriosa. Oscura. Una mujer que tal vez haya existido jamás. Alguien algo que podría incluso ser la persona sentada a mi lado. Hay en ese libro un poema que describe mejor lo que acabo de apuntar:

“[…] Un hallazgo. El cuerpo sin vida de un hombre. […] la cara vendada. Atado de pies y manos.
Una manera de adjetivar: Brutal homicidio. Infortunado ciudadano. Trágico caso. Mayúscula sorpresa.” (2)
Lo anterior se escribe así porque la castración de un ciudadano es algo a lo que nadie resulta inmune. Puede haber muchos muertos. Muertas. Pero la emasculación es un crimen social. En el pueblo cuyo nombre no refiero, la conmoción, en efecto, fue mayúscula sin importar las dimensiones del órgano extirpado. Una congoja, una pena general que se disipó a medida que las investigaciones fructificaron: la conducta del emasculado no correspondía a lo que el común de los aldeanos calificaría de ejemplar. Desentrañada la vida íntima del muerto -del castrado, el fragmentado- la pena se volvió nada. Igual que pasó con su pene.

Y es que, repite Anne-Marie Bianco (o tal vez alguien más), “desnudar es lo propio de la muerte”. (3)

Hay una novela titulada La muerte me da, un libro al que para fines prácticos llamaré El Nuevo Libro que Leí. La mujer que se hace llamar Cristina Rivera Garza y la mujer que llaman La Detective hacen mancuerna en esta obra. El Nuevo Libro que Leí se anuncia como el regreso de Cristina Rivera Garza, que tal vez sea la persona sentada junto a mí. En la historia que hoy nos ocupa, la Detective del Departamento de Investigación de Homicidios intenta resolver uno de los casos más difíciles de su propia historia, el de los Hombres Castrados. La mujer que se hacía llamar Cristina Rivera Garza comete el hallazgo del primer emasculado (y aquí la palabra “comete” cumple una misión especial), lo que la convierte de manera automática en la mujer a la que alguien llama La Informante.

Hay por lo menos cuatro hombres muertos. Fragmentados. Cortados. La ciudad al tanto de todo. El asesino es alguien algo de gustos exquisitos. Un amante del arte. Tanto como lo eran las víctimas, los que fueron masculinos. La gente sigue las noticias con renovada ansiedad. Hubo, junto a cada muerto, un mensaje que tal vez diga mucho o quizás no. Un objeto artístico por dondequiera que se le mire. Un fragmento, un corte de la poesía de Alejandra Pizarnik, la poeta suicida.

Hay un ensayo de la Dra. Cristina Rivera Garza, la académica que está sentada aquí, que lleva por título El anhelo de la prosa. Un trabajo organizado en cuatro partes: una introducción, dos capítulos y la conclusión, en el que nuestra ensayista intenta dilucidar, a través de una lectura puntual –y yo podría decir “una lectura quirúrgica”- de los diarios de la poeta argentina, la búsqueda incesante de la prosa, la ambición de Pizarnik de dotarse de un lenguaje que le permitiera algún día escribir una novela.

No hay un solo sospechoso. Hay más de una sospechosa. Alguien algo que adopta múltiples personalidades en el Caso de los Hombres Castrados. Alguien algo obsesionado con la poesía de Pizarnik. Alguien que quiere decir. Hay una Periodista de la Nota Roja que tal vez.

Hay más de un libro en El Nuevo Libro que Leí. Hay muchos libros ahí. Hay cortes, fragmentos. Hay una castración convenida, conveniente. Una historia que se fragmenta, que se deja cortar, que abre paso a otros universos literarios, y hay un thriller que, sin embargo, en ningún momento deja de ser inquietante. No hay un solo yo implicado en El Nuevo Libro que Leí. Hay muchos autores, o mejor dicho, su única autora descubre o inventa múltiples maneras de explorar un tema que se reproduce por sí mismo. Hay una mujer que busca y ésa es Cristina Rivera Garza, la mujer que existe, la que está sentada aquí.

El Nuevo Libro que Leí es mucho más que un libro y es nuevo en varios sentidos. Es la propuesta de CRG. El Nuevo Libro que Leí se llama La muerte me da y es, de uno y de distintos modos, el libro más nuevo que.

Sobre la trascendencia de esta propuesta o sobre las raíces de la misma nada habré de revelarles. No al menos por ahora. Hasta aquí el informe de mis hallazgos que son nada ante el universo que genera El Nuevo Libro que Leí. Me he enterado de que hay alguien algo que presiente la semilla de La muerte me da en la novela de Salvador Elizondo. Yo de eso nada sabría decir porque esta literatura es por completo nueva para mí. Lo que sí puedo declarar, y lo hago como deben hacerlo los hombres que tienen vergüenza, es que la lectura de este nuevo libro significa un big bang en mi experiencia como lector. Confieso que, al igual que la Detective que les he referido, tampoco he resuelto el caso. No cumplí bien mi misión; no alcancé a la mujer que corría. Nadie se confunda, sin embargo, ni piense que me contradigo: hay en esta novela, como debe ocurrir en los buenos libros, menos respuestas que interrogantes. Yo, como el hombre que alguna vez estuvo enfrente de la Detective, soy un hombre sin respuestas. Que cada quién busque las suyas. Ésas -alguien algo nos lo dijo- sólo las produce, “y eso a veces, el paso del tiempo”. (4)


1 Cristina Rivera-Garza, El último signo, en Cuaderno Salmón. Creación y crítica, año I, número 2, septiembre-noviembre de 2006, pág. 38.
2 Anne-Marie Bianco, “El lugar de los hechos”, en La muerte me da, Bonobos, Toluca, 2006.
3 Anne-Marie Bianco, op.cit.
4 Cristina Rivera-Garza, La muerte me da, Tusquets Editores, México, 2007.

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