Yo tenía diez perritos

En 2005 la FIL de Monterrey tuvo como invitado especial al CONACULTA y celebró el Encuentro de Narradores de Tierra Adentro (ENTA). En ese foro, la ensayista Mayra Inzunza presentaba su célebre antología Novísimos cuentos de la república mexicana (FETA, 2005), que incluye un narrador por cada entidad federativa. Ahí conocí a Cristina Rivera Garza, pues los comentarios estuvieron a cargo de ella y de Renato Tinajero.

Fue aquella semana de octubre cuando, impelidos por una euforia predominantemente etílica y alimentados con la gracia de los tijuanenses Julio Álvarez y Rafa Saavedra, algunos de los participantes del ENTA terminaron moteando a varias decenas de escritores mexicanos incluidos en aquella antología como los novísimos.

Conocido su nada glamoroso origen, tal denominación nació condenada al rechazo, indigna de la menor recordación. De hecho ocurrió así para la mayoría de los aludidos (ellos, hay que reconocerlo, eran ya en ese tiempo figuras literarias en vías de consagración o con largas trayectorias en las letras); a otros, en cambio, les sentó tan bien el motete que, en lo sucesivo (al menos por lo que al ENTA se refiere), se hicieron llamar miembros de los novísimos.

La expresión tiene su encanto. Sobre todo si la pensamos como sustantivo; a dos o tres los hará evocar una generación, una corriente o al menos una cofradía literaria de las muchas que florecieron en la primera mitad del siglo XX (a otros más les recordará cierta revista electrónica finisecular). Si no fuera porque la palabra novísimo, en función adjetivadora, nos recuerda cierto grado de novatez (el superlativo dependerá del ánimo con que el interpelado reciba la palabreja), ya conoceríamos el manifiesto.

Y es que, lo acaba de mencionar Marco Antonio Huerta (en otra reunión amenizada por el grupo funcional -OH) por si acaso algún inocente no lo tuviera bien claro, una de las misiones siniestras de las antologías es definir tanto generaciones como grupos.

Aquel octubre lejano me regalaron la Antología de letras, dramaturgia y guión cinematográfico, Jóvenes Creadores, generación 2004-2005 (FONCA, 2005) por la que conocí -entonces sólo literariamente- a Liliana V. Blum. Doce meses después la conocí en persona, cuando vino a este sucio agujero para recibir el premio del Concurso Regional de Cuento Juan B. Tijerina, al que convoca el ITCA. De ahí nació una amistad recíproca y vi crecer la admiración que despertó en mí desde el principio.

Liliana cierra el 2007 presentando una nueva antología, Perros de agua, nuevas voces desde el sur de Tamaulipas (Gobierno Municipal de Tampico-Miguel Ángel Porrúa Editores, 2007) un álbum que compiló junto a Sara Uribe, poeta y ensayista, y que prologó Cristina Rivera Garza.

Además de los trabajos de Sara y de Liliana, quienes no son tamaulipecas de origen, sino por decisión, el libro incluye los textos de otros siete escritores nacidos en la zona conurbada: Marco Antonio Huerta, Diana Zamora, Iván Trejo, Marisol Vera, Carlos del Castillo, Augusto Cruz y Ángel Hernández; y los de un victorense advenedizo: Julio Pesina. Una linda camada. La antología se ha presentado ya en Tampico y en este sucio agujero.

La primera semana del último mes se estuvo desarrollando acá un taller de creación literaria que coordinó CRG. Ese taller se inscribe entre los nuevos proyectos que dirige Elín López desde la Coordinación Estatal de Salas de Lectura. En el taller, al que se podía acceder mediante el concurso de un proyecto creativo, participaron cinco de los perros de agua (Liliana, Sara, Diana, Marco y Pesina) además de otros cinco escritores de distintas latitudes tamaulipecas: Juan Miguel Pérez Gómez, de Nuevo Laredo, Alkaid Marino Mariscal, de Reynosa, Jorge Melgoza del Ángel, de Tampico, Celeste Alba Iris y Rolando Aguilera, de Ciudad Victoria.

El libro tampiqueño por principio de cuentas y el taller victorense en el que convivimos los últimos días -y sé que al decir lo que diré me arriesgo a que alguien venga a abofetearme por optimista- rindieron frutos tempranos. Hay cierta empatía entre los participantes, una innegable afinidad. Sea por la antología que de algún modo congrega a la mitad de los asistentes o por el texto colectivo que construimos estos días (el libro de las percepciones), la cantidad de cachorros que en aquella popular tonadilla infantil se iba reduciendo a cada paso, esta vez la hemos visto crecer.

Y entonces, amén de lo que estos eventos pudieran significar para y en el futuro de las letras tamaulipecas, por el momento debo decir que sí, que todavía soy novísimo y también soy perro de agua.

Las fotos son de Sara Uribe y las pongo aquí sin pedirle permiso.

Y algo debo agradecerles a ella y a su maestro de fotografía:

he salido tan bien que empiezo a enamorarme de mí.

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