La tarde de los pirómanos

Habíanse terminado las primeras y las otras cervezas cuando llegó aquel extraño a avisar lo que había sucedido afuera: desde un auto en movimiento alguien arrojó fuego al pastizal. Salimos todos: Martín, Héctor, el padre de Héctor y yo. En la acera de enfrente, en un predio que alguna vez será un área verde (tan verde como lo había sido hasta ayer, pero de un verdor menos natural y más difícil de mantener), una llamarada crecía a toda velocidad.
El desconocido se despidió luego de recomendar el uso de mangueras y cubetas como si de otra cosa se tratara. Que en esa casa no había agua, dijo Martín mientras se llevaba el celular a la sien: "¿Ceroseiséis? ¿Es ahí? Señorita, quiero reportar un incendio que se acaba de producir afuera de mi casa... Lote baldío... Rincón de Tamatán... ¿Domicilio? Ah, sí, permítame..." Y miraba hacia la esquina más cercana para averiguar la dirección de la casa que no es su domicilio sino el lugar que usa para las pachangas.
No había pasado un minuto completo cuando comprendimos que aquel incendio no se iba a apagar tan fácilmente.
Y ya se habían consumido veinte largos minutos (donde la palabra "largos" no expresa más que la angustia que nos causaba el transcurrir del tiempo, pues ya se sabe que no hay minutos más largos que otros) y seis latas grandes de Tecate light (donde la palabra "grande" significa exactamente eso, pues también es sabido que la cerveza Tecate viene en tres diferentes tamaños) y media hectárea de pastizal cuando se apareció la primera patrulla. Llegó la policía preventiva, no así el cuerpo de bomberos.
Martín, que para ese momento ya andaba un poco aturdido por las tecates, fue a hablar con los policías. Que sí, que él mismo había llamado. Que no, que cómo íbamos a ser nosotros los causantes del incendio. Que sí, que teníamos cervezas. Que no, no había una gota de agua en la casa. Que cómo cree que vamos a apagar el fuego con cerveza, oficial. No porque nos duela sacrificar la bebida sino porque ésta contiene alcohol y ya sabe usted, mi comandante, que el alcohol es un combustible excelente. No vayamos a empeorar la cosa, general. Todo eso dijo Martín. Que esperáramos, que ya venían los bomberos, que iban a demorar un poquito porque había otro incendio en la ciudad, eso dijeron los polis.
Nuestro incendio, mientras tanto, se extendió por toda la manzana. Vinieron curiosos desde distintos puntos. Y los coches que iban a atravesar la calle en uno u otro sentido se fueron acomodando donde pudieron a esperar a que la humareda les abriera una rendija por donde continuar su camino.
En eso llegó Pancho, al que esperábamos hacía media hora. Se puso feliz por el recibimiento (a Héctor hacía casi un año que no lo miraba, y seguro no esperaba verlo ayer). Aquí hay mucho calor humano, dijo, y aunque vimos la emoción palpitando en su rostro, el comentario nos pareció insincero.
Por fin llegó un camión de bomberos, aunque a esa hora ya no había prácticamente nada que apagar. De cualquier modo, a golpes de agua pespuntearon las aceras hasta donde las llamas accedieron, luego abandonaron el lugar del siniestro con la misma gracia con la que habían llegado. Mientras eso sucedía, a Pancho, que traía un cigarro nuevo en la boca, más o menos se le entendió:
¿Alguien tiene un poco de fuego?

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