Pintar un violín



El Violín, película mexicana escrita, producida y dirigida por Francisco Vargas Quevedo, estuvo esta semana en la cartelera victorense. Y había que aprovechar para verla en la pantalla grande, pues ese tipo de películas muy poco se programan en este sucio agujero. He mencionado esto otras veces y también he dicho que a nadie debería sorprenderle esa situación si las salas donde se proyecta este cine permanecen vacías. Anoche por ejemplo, que era miércoles de descuento, había cuatro espectadores -incluyéndome- en la función de las siete. En la anterior hubo tan sólo dos.


Desde luego, algo debió influir la programación de los estrenos veraniegos que abarrotaron las salas del cinépolis y mmcinemas. Entre Shrek Tercero (que se queda muy por debajo de la anterior), Ratatoullie (bastante decente), Duro de Matar 4.0 (no más, no menos que las otras 3 del detective McClane) y Los 4 Fantásticos y El Deslizador de Plata (de plano, me negué a verla), iba a estar muy difícil que se colaran hasta aquella sala los que van al cine sin un plan. Seguro que, al menos anoche, algo debió influir también el partido de futbol entre las selecciones nacionales de México y Argentina. Con todo y eso, está muy claro que el público victorense prefiere ignorar las opciones donde de algún modo se lea "Cine hecho en México" o "Premiada en festival de cine".


No los culpo, a veces se lleva uno tremendas decepciones. Vi el otro día, en DVD, Sangre, de Amat Escalante, y no quise decir nada porque estoy convencido de que los atributos de esa película escapan a mi entendimiento, pero pienso que me habría sido muy difícil esperar hasta el final, si acaso lo tiene ese filme (de hecho lo tiene: un letrero indica el "fin"), en una sala de cine. No me gustaron los planos fijos ni los diálogos -escasos, pero bien absurdos- ni la evolución de la historia. Las cosas que me agradan de El Violín se convirtieron, así sin más, en puntos de referencia para explicarme la repulsión que me causó aquella otra película.


Empecemos por lo más inmediato, los actores. Los personajes protagónicos, en ambas historias, son interpretados por actores no profesionales, pero eso no quiere decir que éstos hayan sido insaculados, los directores eligieron bajo sus propios criterios a los intérpretes de sus personajes. Por más que Escalante justifique el feísmo de su película arguyendo que le gusta trabajar con sus vecinos y "puesto que Robert De Niro no es mi vecino, no aparece en mi película", dudo que su vecindario esté sobrepoblado de hombres con el grado de estrabismo de Cirilo Recio, quien interpreta a Diego. Tratándose de un descontrol ocular entre cómico y patético, el estrabismo de Diego es una característica indispensable para la estética de Escalante (tan semejante a la del productor Reygadas, de quien fue asistente en la dirección de Batalla en el cielo), pero para la historia que pretende contar es mero accesorio. A contrario sensu, la discapacidad de Plutarco, el viejo violinista de la historia que nos propone Vargas, forma parte de la intriga pues, amén de acentuar su aparente condición inofensiva (que le ayuda a burlar al ejército en su propio campamento, es decir en la comuna de donde los desplazaron), nos hace intuir la posibilidad de que el viejo haya perdido la mano derecha en el manejo de explosivos. "Y dígame, don Plutarco, ¿cómo fue que perdió la mano?", le pregunta el capitán. "¿Hasta cuándo van a dejar de chingarnos? -responde el viejo- Nosotros no somos esos que ustedes buscan".


Eso por lo que se refiere a los atributos del personaje, ¿pero qué hay de los actores? Los de Sangre me hacen desesperar con el nulo dramatismo de sus diálogos. Que se prefiera a los actores no profesionales para interpretar personajes más humanos es una cosa, pero que aquéllos no sepan diferenciar, ya no digamos la emotividad sino la simple entonación, entre decir "Y por eso la cahondeabas, pendejo" y decir "¿Y por eso la cachondeabas, pendejo?", eso ya le resta mucho a una película que se vuelve inconvincente, por decir menos. Dice su escritor y director, Amat Escalante, que si bien había un guión qué seguir, él dio plena libertad a sus actores para improvisar; esto se nota de cabo a rabo. A pesar de ser pocas y tan breves las conversaciones, hay en éstas, entremezclados, dos lenguajes incompatibles; de una frase a la otra parece que hubiera cambiado la historia completa. En El Violín hay actores profesionales en los roles secundarios, pero al protagónico lo interpreta don Ángel Tavira, quien es un músico guerrerense, manco desde los trece años, y cuya primera experiencia frente a la cámara fue en el documental del mismo Vargas Tierra caliente... se mueren los que la mueven. El viejo Plutarco, interpretado por Tavira (quien obtuvo en el Festival de Cannes el premio al mejor actor, dentro de la sección Una cierta mirada), nos lleva de los momentos de nostálgica poesía bajo la noche serrana al intenso dramatismo que crece a cada secuencia conforme nos aproximamos al desenlace. Sus palabras, exceptuando la explicación histórico-religiosa de la revuelta campesina, son breves, pero contundentes; lo son todavía más sus silencios. Unas y otros se van apoyando para arrancarnos el aliento en la última frase de Plutarco Hidalgo frente a un comandante engañado y furioso que le apunta con su escuadra al tiempo que le ordena -por quinta ocasión- que toque el violín. "Se acabó la música", dice Plutarco.


Es, El Violín, una de esas películas mexicanas llamadas a convertirse en clásicas. Por la realidad universal y atemporal que recrea, por la belleza de sus escenarios, por la crudeza y la poesía de sus secuencias, por esas sorpresas que nos regalan actores y personajes. Por recordarnos aquel otro buen cine nacional. El Violín nos muestra, en blanco y negro, dos bandos enfrentados desde hace tanto tiempo. Por un lado los campesinos alzados en armas para defender su suelo, hombres y mujeres pobres e ignorantes, condenados a la infelicidad; por el otro los soldados que violan, secuestran y asesinan impunemente, que cumplen órdenes de gobiernos abusivos e insensibles. En medio de esos dos colores contrapuestos, como sabemos, convive una vasta gama de matices. "¿Cuándo nos van a dejar en paz?", le pregunta Plutarco al capitán. "Si por mí fuera, hace mucho que me habría ido, créeme".



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