Za za za

De Durango viajé a Zacatecas y estuve en casa del buen Sigifredo Esquivel Marín. Una familia que lleva la generosidad a los extremos, la del "Sigi". A su novia, Karla, la visitaban dos amigas: Emilia, que es española, y Anna, una francesa de veintitantos que parece adolescente. En Ciudad de México, dice Emilia, se oía que gritaban "Güeeeraaaaaaaa, si me muero...", pero como Anna no entiende el castellano, iba de un lado de la calle al otro muy quitada de la pena.

Total que de día fuimos juntos a Jerez, a Guadalupe, a la zona arqueológica de "La Quemada" y al Cerro de la Bufa, y de noche algo nos dijimos entre los callejones del centro histórico y las mesas de los bares y cafés. Hubo uno que llamó particularmente mi atención: El Huracán, un barecito tapizado de flores y máscaras gigantes del Huracán Ramírez que exhibía un lazo del que pendían prendas íntimas justo sobre la cabeza del bartender; la "carta, lista de bebidas o como sea que se llame" estaba organizada como un cartel de lucha libre (preliminares, internacionales, por ejemplo). En fin, un lugarcito memorable.
Tengo que decir que esa ciudad, a la que conocía solamente por una canción ochentera cuya letra, en voz de Los Temerarios, decía que viva Zacatecas, la ciudad más colonial, me ha gustado demasiado. Su centro histórico, como el de Guanajuato, está reconocido por la UNESCO como patrimonio cultural de la humanidad, y su desarrollo económico depende mayormente del turismo nacional e internacional. Observé que restauraban algunas calles y varias voces me dijeron que ésa es una de las características de esta ciudad, sus enormes contrastes, pues mientras al centro se le invierte en forma constante, las calles de los barrios populares carecen de los servicios básicos. En tiempos recientes, algunas obras se han construido gracias a la cooperación de los migrantes zacatecanos, ésa nuestra actividad económica a distancia, preponderante desde el siglo XX.
El contraste lo noté yo, mucho más acentuado, al abandonar la ciudad y recorrer las zonas rurales y los cultivos de algodón, a los cosechadores que comen una sola vez al día, según me dijeron; los vetustos camiones de carga, las rancherías abandonadas, sus casas de adobe, los caminos de tierra tan desolados, los minúsculos templos católicos y las escuelas derruidas en esos pueblos polvorientos. Resumiendo, un paisaje grosero y pintoresco a la vez.

No sé si fue buena idea, pero regresé a Ciudad Victoria vía Saltillo-Monterrey. Si lo hubiera hecho por San Luis Potosí la distancia habría sido menor, aunque las salidas de allá -dicen- son más infrecuentes. Como sea, un viaje en autobús y a la mitad del desierto no se podría acompañar mejor que con La vida nueva, la novela de Orhan Pamuk, uno de los tantos libros que traje de Durango.
"Ya lo ven, no he dicho nada nuevo. ¡Pero por lo menos he dicho algo!, ya no me importa si es nuevo o no. Al contrario de lo que creen algunos estúpidos pretenciosos, incluso un par de palabras son mejores que el silencio. Por el amor de Dios, ¿para qué sirve no abrir la boca, para qué sirve permanecer callado mientras la vida pasa encogiéndonos el cuerpo y el alma como un tren que se pone en marcha con toda la lentitud pero despiadadamente? Conocí a un hombre, un tipo de mi edad, que sugería que el silencio era mejor que luchar contra toda esa violencia, contra toda esa maldad que se nos viene encima y nos deja destrozados. Sugería, digo, porque ni siquiera eso decía, se sentaba a una mesa de la mañana a la noche y se dedicaba a escribir en un cuaderno, callado y muy buenecito, las palabras de otro. A veces pienso que no ha muerto, que todavía sigue escribiendo, y me da miedo que su silencio crezca en mi interior hasta convertirse en un horror escalofriante"



















La vida nueva/Orhan Pamuk
Ed. Punto de Lectura, S.A. de C.V.
D.F., México. 2006. 377 p.

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