Capítulo diez

Y éste era el secreto: una vez, Mati y Maya iban descalzos río arriba recogiendo guijarros redondos y pulidos con los que la madre de Mati hacía pequeños objetos de bisutería para vender. En un meandro del río, en un lugar recóndito, había un poco de agua estancada en una especie de hoyo, una especie de poza sombría oculta entre rocas grises, una poza muy pequeña como la distancia entre las patas de una silla. Una gran cantidad de algas ocultaba el fondo de la poza. Debido a esas algas, el sol que iba a reflejarse allí se dispersaba como si se hiciera añicos en el agua: dentro de la poza se encendían multitud de luces centelleantes de un dorado intenso.
Y de pronto, entre las algas y las paredes de la roca, pasó de repente, cegador, no es posible, centelleando, brillando, serpenteando, pero, ¿cómo puede ser eso?, reluciente como un cuchillo hundido en el agua, trepidando con escamas danzantes que parecían hechas de mercurio, un pez:
-Mira, un pez, eso era un pez.
-Pero, ¿cómo va a ser un pez? Es imposible que fuera un pez, Maya. ¿Estás realmente segura de que también tú has visto un pez? ¿De verdad? Porque yo, óyeme bien, estoy completamente seguro de que a pesar de que no puede ser de ninguna manera, a pesar de todo, eso era un pez. Un pez, Maya, un pez, un pez vivo, tú y yo hemos visto por un instante un pez aquí, y no simplemente lo hemos visto, sino que hemos visto muy bien que por supuesto era un pez.
-Un pez y no una hoja, un pez y no un trozo de metal, un pez, te lo digo yo, Mati, un pez de todas todas, un pez sin ninguna duda, un pez, yo lo he visto.
-Y también yo lo he visto, era un pez, un pez, solamente un pez y nada más que un pez.
Era un pez pequeño, un pececillo, como de medio dedo de largo, y tenía escamas de plata, delicadas aletas de encaje y branquias transparentes y temblorosas. Un ojo de pez redondo y abierto de par en par los miró a los dos un momento como si estuviera insinuando a Maya y a Mati que todos nosotros, todos los seres vivos de este planeta, personas y animales, aves, reptiles y peces, somos en realidad muy parecidos, a pesar de las muchas diferencias que hay entre nosotros: casi todos tenemos ojos para ver formas, movimientos y colores, y casi todos oímos sonidos y ecos, o al menos sentimos los cambios de luz y oscuridad a través de nuestra piel. Y todos percibimos y clasificamos sin cesar olores, sabores y sensaciones.
Y no sólo eso: todos nosotros sin excepción nos asustamos en algún momento, e incluso nos embarga el pánico, y a veces todos estamos cansados, o hambrientos, y hay cosas que a todos y cada uno de nosotros nos atraen y cosas que nos repelen y nos provocan inquietud y repugnancia. Además, todos nosotros sin excepción somos muy vulnerables. Y todos, personas, reptiles, insectos y peces, dormimos, nos despertamos y volvemos a dormirnos y a despertarnos, todos nos esforzamos por estar a gusto, ni con mucho calor ni con mucho frío, todos sin excepción intentamos casi siempre cuidarnos y protegernos de todo aquello que corta, muerde o pica. Para todos nosotros es muy fácil aplastar. Y todos, pájaros y gusanos, gatos, niños y lobos, intentamos estar lo más precavidos posible ante el dolor y el peligro, y a pesar de todo nos arriesgamos muchas veces al salir una y otra vez a buscar comida, diversión y también aventuras, sensaciones, poder y placer.
-Hasta tal punto -dijo Maya después de pensar un rato sobre eso-, hasta el punto de que puede decirse que todos sin excepción estamos en el mismo barco: no sólo todos los niños, no sólo todo el pueblo, no sólo todos los seres humanos, sino también todos los seres vivos. Todos nosotros. (...)
-Resulta que quien se burla o molesta a los demás pasajeros -dijo Mati-, es en realidad un idiota que daña a todo el barco. Y aquí no hay otro barco para nadie...












De repente en lo profundo del bosque.
Oz, Amos. trad. Raquel García Lozano.
México. FCE-Siruela, 2006. 120 p.

Comentarios

Entradas populares