Mal de amores

Mi sobrino adolescente visita cada semana al psicólogo, un servicio que en los tiempos míos pudo considerarse verdadero lujo. Dice el profesional que el comportamiento del púber se debe a un amor no del todo correspondido.
Hace doce años que yo padecía lo mismo. Y entonces, hay que admitirlo, si bien pude pagar la consulta, confié en la terapia del Doctor Buchanans.
En ese tiempo, para mayores datos, yo amaba a una mujer.
La depositaria de esos sentimientos era una señorita que entonces fungía como tundeteclas en una oficina pública. De lo más público que pueda haber tratándose de oficinas. Luego la señorita en cuestión trabajó en otra oficina pública y después en otra igual. Ahora, por lo que sé, nuestra señorita trabaja en una muy particular.
Por un tiempo estuve convencido de que la señorita aquélla me distinguía con cómplices miradas cada vez que yo pasaba por una oficina que no era tan suya como de nosotros. Poco después me enteré de que todo se debía a un simple problema ocular. Cabe (contra)decir que el mencionado problema, al menos para ella, no era tan simple, como sus consecuencias tampoco lo fueron para quien esto escribe.
Entre dos razonamientos ajenos: 1) Cuando una mujer dice que solo quiere amistad significa que no quiere nada en absoluto y 2) Cuando una mujer dice que solo quiere amistad en realidad se refiere a que habrá otra oportunidad, yo escogí la tercera opción: deshidratar la tristeza a fuerza de llanto y alcohol.
Menos mal que esa situación apenas se prolongó diez años: el tiempo que yo pisé el mismo suelo que la señorita.
Hace unos meses volví fugazmente a las tierras de la señorita. Alguien me invitó a una fiesta a donde acudió casi la mitad del pueblo. Desde la mesa donde yo comía, atrapé una mirada que llevó las mías hasta la mesa de la señorita.
Por muy breve que haya sido el inevitable parpadeo, un instante tuve la absoluta certeza de que no había sido tal, sino más bien un guiño. Una señal muy sexy, si he de decir la verdad.

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