Ay laralá, ay laralá

Este fin de semana hizo frío en serio y yo lo pasé en la carretera. Un viajecito, si así se lo quiere ver, de ida y vuelta por la huastequita.
Inició el viernes con la salida a Ciudad Mante, porque una amiga de la Mujer Maravilla iba a entrar al quirófano a eso de las cinco de la tarde. En la cama contigua a la de la amiga de M.M. que ahora también es amiga mía, había un enfermo al que no miré, pero del que escuchaba un incesante crepitar, algo semejante al sonido que produce el sorbete dentro de un raspado que se acaba. El enfermo tenía la misma edad que yo. Y a juzgar por su condición era mucho lo que había vivido, dijeron los doctores. Nunca lo vi, pero varias veces me describieron su aspecto: sus piernas y brazos eran las ramas de un triste arbusto. Marchito. Desahuciado.
Nunca había padecido tanto la ineficiencia de un policlínico. Y qué lástima me dan los derechohabientes del ISSSTE, que es la institución a la que pertenecía aquél. La noche la pasé untado a la sombra del esposo de la amiga de M.M., que hoy también es mi amigo. Lo primero fue buscar los medicamentos, un six pack de antihemorrágicos no obstante que con su esposa utilizarían una sola ampolleta. Que el hospital no contaba con medicinas ni material de curación, le dijeron. Luego, a recorrer oficinas porque el ginecólogo no iba a poder llegar, así que la entrada al quirófano se pospuso primero para las nueve de la noche y luego a las siete y finalmente a las nueve de la mañana para una mujer que no recibía alimentos ni agua por la vía oral desde el miércoles. Y podría seguir, pero no es eso lo que quiero contarles.
Al día siguiente, cuando nuestra amiga salió del quirófano y pudimos entrar a verla, ya no estaba la cama que la noche anterior hubiéramos visto junto a la suya. El hombre al que nunca miré, el que tenía la misma edad que yo, había muerto esa madrugada, a la hora que Hulk estaba copulando. No sé por qué me sentí un poquito culpable.
Total que de Ciudad Mante nos pasamos a González, que es el pueblo donde vive nuestra pareja de amigos. Una tarde que podría calificar de familiar.
El domingo fue diferente. Necesitaba material para armar la presentación de un proyecto, así que les propuse a Martín y a Pancho que fuéramos a Tula. A las diez de la mañana ya estábamos en la carretera.
Hacía un frío de la fregada, sobre todo en el lomo de la sierra. Como nos fuimos por la carretera vieja, en algún paraje nos bajamos a pegar de gritos, tan sólo a escuchar los ecos de nuestros alaridos.
Abriré aquí un paréntesis para enunciar un dato interesante: en la ciudad de Tula, más concretamente por el rumbo del camposanto, susbsiste -muy a duras penas- una especie de cactácea de la que desconozco el nombre común, pero cuyo nombre científico ustedes deben aprender, Ariocarpus agavoides. Una especie endémica (para los menos entendidos en cuestiones de ecología, esto último quiere decir que esa especie no crece naturalmente en ningún otro lugar del mundo) cuya parte visible en el medio natural mide unos cuantos centímetros, tiene la apariencia de un agave y produce una flor impresionante. En un tiempo que ahora miro muy lejano, anduve censando ariocarpus (de ésa y otras especies) en esos terrenos que entonces y el domingo se utilizaban para el pastoreo de cabras. Cierro paréntesis.
Fuimos, comimos, hablamos con algunas personas, tomamos fotos, grabamos videos, garrapateé unas cuantas notas que ahora no entiendo del todo, nos medimos una cuera en un restaurante caro, oriné en la tumba de un español que vino a morir a Tula en el siglo diecisiete. Eso último lo hice por mera necesidad, lo juro, no hubo ninguna pasión adicional.
La palabra que practico esta semana es extenuado. Así estoy ahora: extenuado.

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