Cambiar de corbata

QUÉ PASÓ POR TU CABEZA, GUILLERMO, EN AQUEL INSTANTE. Quiero decir el instante anterior. No el definitivo. Quisiera saber cuál fue la última idea completa que pudiste elaborar, lo último que balbuciste. Porque en esas circunstancias no se habla con la boca abierta, se hace la voz entre dientes, se susurra. Porque no hablas con los otros y ni siquiera contigo sino con ese alguien que fuiste una vez muy lejana. De qué hablaste, Guillermo, con ése que tú habías sido. Con aquel niño prodigio, con el académico multipremiado, con el luchador social. Qué tanto reflexionaste, digo. Cuándo lo decidiste. Cuánto tiempo lo planeaste. Cómo maduró esta idea en tu erudito cerebro. Cuál sería el momento justo en que empezaste a pensarlo. No vas a decirme ahora que todo fue un arrebato. Un acto impremeditado. Un impulso. Y sin embargo los hechos parecen demostrarlo así. “Hombre de cincuenta y siete, maestro universitario, ahorcado en el interior de su propia vivienda”. Un impulso, sí. Porque de haberlo planeado no habrías vestido esa ropa. No es el tipo de prendas que uno quisiera llevar puesto el día que lo encuentren muerto. Al menos, Guillermo, habrías amarrado al perro. O lo habrías dejado fuera de la escena del crimen, es decir tu habitación. Tal vez un arrebato. “El hombre no soportó el abandono de su ex esposa”. La prensa y la policía hicieron rápidas conjeturas. Ninguna pregunta ni duda aunque no hubiera nota suicida. “Divorciado y alcohólico”: nada más qué averiguar. Yo quiero que me respondas: en qué pensabas, Guillermo. Quizá en la más oportuna absolución. Ser salvado por la campana. Por eso la puerta abierta. Pensaste acaso que alguien te iba a encontrar todavía con signos vitales y, ya descolgado, respirar un nuevo aire, una última oportunidad. Por eso el cable colgando donde debía estar un foco, justo frente a tu ventana. El acto íntimo de la muerte autoinducida puesto en escena en esa gran pantalla. Lo consideraste, Guillermo. Di que era parte del plan. Por eso, si nadie veía tu cuerpo balanceándose donde debía ver un foco, tu perro asomaría a la ventana y causarían tal alarma su gruñir y sus aullidos, su ladrar; que demasiado pronto o tal vez no muy tarde o quizá en el último momento vendría un salvador a izarte y bajarte en dos movimientos que traerían de regreso la vida a tu cuerpo. Un cuerpo que, muy al contrario, tantas horas después encontraron bien muerto, desmadejado, sangrante, incompleto. Y no es que te haya fallado lo otro, la puerta ni la ventana, el perro que enronqueció de tanto ladrar. Y qué iba a hacer él si no lo que le correspondía como tu más fiel amigo, Guillermo. Tratar de salvarte, bajar tu cuerpo de ahí a como diera lugar. No consideraste eso. O no lo pensaste bien. Dime, Guillermo, por qué elegirías un pantalón deportivo si nunca fuiste un atleta sino un maestro de Historia. Unos jeans y un buen cinturón habrían resistido mejor los jaloneos de tu perro. Y después. De dónde. De dónde si no de ahí intentaría traerte abajo. La policía no encontró la parte que le faltaba a tu cuerpo ni consideró necesario hurgar en los intestinos de un frustrado salvador. Muerto por ahorcamiento, sí, eso en primera instancia; pero también incompleto, cercenado, eunuco. Ojalá hayas estado bien muerto cuando eso último sucedió. “Muerto por su misma mano y emasculado por su perro”. Caso cerrado tu muerte. Un suicidio más. La próxima vez que decidas morirte, hazlo bien, Guillermo, considera cada inconveniente antes de proceder.

Comentarios

Entradas populares