La utilidad de un libro

Hace muy pocas semanas, en una mesa de restaurante le preguntaron a una famosísima escritora cómo había sido su incursión primera en eso de la literatura. Fue cuando estudiaba la educación secundaria, dijo, gracias a un profesor que nos hacía leer un libro por semana (¿o dijo por mes?). Además, había libros en casa, agregó.
Y mientras la conversación seguía, me entretuve recordando que cuando yo era niño en mi casa había solamente un libro, el tomo uno (A-arre) de la Enciclopedia Salvat Diccionario. La historia, creo, fue de este modo: un ingeniero de apellido Trejo (eso dice en la portada) convenció a mi madre de comprar un tomo por mes, una inversión que rendiría valiosos frutos cuando los pequeños llegaran a la edad escolar (esto fue en 1972, los pequeños eran mi hermano y mi hermana, pues yo todavía no les echaba a perder la vida). Mi padre, por otro lado, convenció a mi madre exactamente de lo contrario. De modo que el siguiente mes no hubo tomo dos.
Y debo decir aquí que mi padre nunca de los jamases ha dejado de tener razón. La enciclopedia, que era un libro grande, pesado y lustroso, resultó útil para toda la familia, eso hay que reconocerlo, pero sus aplicaciones se relacionan muy poco con nuestra vida escolar. Sirvió, por ejemplo, para anotar la matrícula del servicio militar que mi padre debía aprender de memoria a fin de que le entregaran ese documento en el cuartel. También sirvió para mantener, o mejor dicho para devolverles un aspecto saludable a los documentos y fotos que por una u otra razón resultaran maltratados y, de una buena vez, para guardar en ella facturas o cédulas dignas de la mayor protección. En los mejores tiempos -muy breves, por cierto-, el tomo uno (A-arre) cumplió funciones de caja fuerte para resguardar unos cuantos billetes con más ceros que valor real.
Y en lo que concierne a la escuela, claro, nos sirvió para levantar la mano, orgullosos, cada vez que la profesora preguntaba quién tenía enciclopedia en casa.

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