El bueno, el malo y la hebilla


-¿Y cuál es el precio de ésta? -preguntó Martín.
Teníamos ya varios minutos parados frente a la cuera aquélla, admirándola de cerca y lejos dentro de ese restaurante caro. La pregunta era retórica, había un letrero tamaño media carta donde se leían con toda claridad un seis y cinco ceros.
Que seis mil pesos, contestó la chica del mostrador. Para entonces yo ya me había puesto la chaqueta. Martín se llevó en seguida la mano al corazón.
-Y yo que pensé que iba a sacar la billetera -dijo la muchacha después de pegar un suspiro.
En vez de eso, Martín había sacado su cámara fotográfica.
No me gustó demasiado el retrato que me hizo y por eso no lo pongo acá; esa foto me recuerda las que me hacían mis papás cuando íbamos a la feria o al Chorrito o a San Juan de los Lagos, ésas que nos tomaban junto a unos caballos de plástico y en las que yo aparecía con sombreros que jamás se ajustaron a mi cabezota. Mejor les pongo la (mala) foto que yo le tomé a Martín.
-Envuélvamela -hubiera querido decir mi amigo-, que la voy a comprar nada más por ver su dulce sonrisa, mi alma.
"Muy pudiente, cabrón", habría sido la callada respuesta de la muchacha aquélla.
Así como lo ven, Francisco Campos es perseguidor de gadgets. Cuando lo conocí, se veía tan extraño usando una sofisticada reglilla y un portagises sobre el pizarrón de una paupérrima escuela rural. Este fin de semana nos dejó impresionados con el equipamiento de su ranchera (una Chevrolet a la que ha bautizado como "Tomasa", por su color negro). Los soldados que inspeccionaron el vehículo en el punto de revisión que está muy cerca de Jaumave, se entretuvieron más descubriendo las funciones del autoestéreo y la pantalla de video y el karaoke y la computadora portátil y los lentes fotosensibles y vayan a saber ustedes cuántas otras cosas traía Panchito en su troca, en vez de buscar lo que les correspondía.
Este domingo, también traía Pancho una hebilla matona. Aquí les dejo su foto.

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