En eso estoy

IV. MAYOYA

Aplastado contra la fórmica tipo caobilla que recubría la mesa reblandecida por añejos residuos de cerveza, no paraba de preguntarse cómo se había dejado conducir hasta ahí. Aquel lugar no era precisamente lo que él hubiera deseado para celebrar esa noche. Habría sido mejor apoyar la propuesta inicial de ir al Scala, pero despreció la oportunidad de debutar como cliente en el lugar donde trabajaba. Este tugurio no podía ser más tétrico, la mala iluminación era más un problema técnico que un efecto de ambientación; el techo alguna vez había sido tapizado con fotografías tamaño póster de mujeres que en ese tiempo se sabían bellas, y que exhibían sus flácidas, sus generosas carnes acompañadas de rígidas sonrisas que ahora lucían desgastadas por el tiempo. De vez en cuando viajaban desde el techo fragmentos de pintura y papel que iban a depositarse sobre la superficie de su cerveza. Iba a dar un trago a su bebida cuando notó un ojo de tamaño regular mirándolo desde el vaso. En medio de la penumbra enfocó bien la mirada para descubrir que se trataba de un ombligo que acababa de abandonar para siempre a su robusta dueña. Por todos lados surgían mujeres de carne y hueso muy parecidas a esos despojos que sonreían en el techo. Algunas de las gordas venían acompañadas, otras deambulaban solitarias, en busca quizá de algún pecho donde recargar sus ansias. "Para todos los gustos", rezaba uno de los letreros cercanos al mingitorio: una pileta cubierta hasta la mitad con hojas de laurel, en vano propósito de disfrazar la hediondez de aquel rincón. El eslogan del mingitorio resultaba hasta cierto punto ridículo, pues en muy poco o en nada se diferenciaban unas de otras las mujeres aquellas. Cierto que había algunas más jóvenes, unas menos gordas, había también para escoger entre morenas acentuadas y morenas a secas, pero en lo demás, en lo esencial, unas y otras se repetían como reflejos de la misma pesadez, la misma indiferencia, el desasosiego de soportar a tanto borracho sin dinero. El ambiente le resultaba festivo a pesar de todo. La música, una extraña mezcla de tex-mex y cumbia colombiana, escapaba titubeante desde otro rincón, donde un conjunto versátil hacía acrobacias sobre un templete improvisado como escenario.

-Invítame a bailar- dijo una voz femenina, más bien infantil, del otro lado de su cerveza.

Fueron esa voz y esa cara pintarrajeada sonriendo detrás de la mesa las que lo arrancaron de súbito de aquel lugar y lo transportaron hasta el salón de clases de una escuela vespertina en aquella barriada miserable que conoció su niñez.

Era su primer día de clases en aquel cuarto grado. El olor a papel y plástico nuevos inundaba el salón. Alguien de la administración vino a hablar con la maestra y ésta tuvo que salir por un momento. Al interior del grupo se fueron poco a poco integrando los corrillos en tanto pasaban los minutos en ausencia de la profesora. Unos y otros grupitos se dedicaron a hacer la guerra hasta que todo fue una sola fiesta dentro del aula. De pronto la puerta se abrió y entró por ahí la maestra con dos niñas sin uniforme escolar. Una de ellas era alta y regordeta, se llamaba Cecilia y tenía las mejillas saltonas como si alguien hubiera insertado dos manzanas lustrosas en ese blanco pastel que era su cara; el cabello, negro y liso, cortado al estilo cazuela, le llegaba a la base del cuello formando con el resto del cuerpo todo un conjunto más bien cómico. La otra niña era una especie de réplica en miniatura de su hermana mayor; en ella sin embargo los rasgos robustos se magnificaban debido a su estatura. Se llamaba María Gloria y era enana. "Mayoya", la llamó la profesora, y a partir de entonces, en un afán de integrarla al grupo, de combatir secretamente sus propios prejuicios, empezó a tratar a María Gloria con especial deferencia. Los escasos talentos de Mayoya fueron exhibidos sin pudor en cada festival, en cada ceremonia organizada por la escuela; María Gloria entonando himnos cívicos y villancicos navideños, tartamudeando poesías, efectuando bailes grotescos en mitad del foro, participando sin éxito en las competencias deportivas... La directora tuvo que exigirle a la maestra que desistiera de incluir a Mayoya en el concurso anual de escoltas luego de reconocer los motivos meramente estéticos. El intento de discriminación positiva que emprendió la maestra fue abortado el día de las madres de ese mismo ciclo escolar. Ese día, interpretando Mayoya al menor de los tres cochinitos en la representación escénica del cuento musical de Cri-cri, las carcajadas que su actuación arrancó de las gargantas maternas produjeron en la enana un efecto catastrófico, una especie de colapso emocional que, lejos de contentarse con provocar sus lágrimas, aflojó algo en su interior, en sus minúsculas entrañas, removiendo emociones y humores hasta que los esfínteres terminaron rindiéndose en el centro de aquel escenario que empezó a mancharse con una mezcla amarillenta de fluidos y sólidos.

-¿No piensas bailar? -repitió la voz de Mayoya, ahora acompañada de un claro gesto impaciente. Se había subido a una de las sillas y apoyaba sus pequeñas manos en la mesa al tiempo que lo miraba con cierto aire de suficiencia- ¿entonces a qué has venido, a reparar la mesa?

Aquella escena le resultaba incómoda, el tono y las palabras que salían de esa pequeña abertura en el rostro de Mayoya se le antojaban por completo fuera de lugar; era, por decir lo menos, inverosímil. Más increíble le resultaba que María Gloria no lo reconociera. ¿Había cambiado tanto en tan sólo diez años? No podía ser, porque la mujer que le mostraba esos senos aplastados por un escote infantil era exactamente igual a la niña aquella que lloraba en medio de aquel teatro escolar porque había cagado la botarga de cochinito. ¿O sería acaso que ella prefería disimular, jugar con la ilusión de conquistar a un desconocido más? Esa posibilidad le pareció más benigna, así que decidió prolongar la situación.

-Siéntate conmigo- le dijo finalmente.

Comentarios

Entradas populares