No llame, nosotros le hablamos

Era la época aquella cuando en Ciudad Victoria había tan pocas tortillerías. La más cercana estaba ubicada a seis manzanas de mi casa, se nos antojaba una eternidad llegar hasta allá. Las filas de consumidores, como es de suponerse, eran larguísimas y lentas. Uno de esos días, yo, que era un chiquillo, encontré un billete azul en el que sonreía forzado Don Benito Juárez, era uno de esos billetes de cincuenta devaluados pesos ochenteros. ¿Me cuidas el lugar?, le dije al chico que iba detrás de mí, y me dediqué a recorrer la fila buscando al dueño del billete, que apareció de inmediato. Llegué a mi casa con el orgullo insuflado, feliz de haber realizado la buena acción del día. "Sí serás...", me recriminaron, uno a uno, los habitantes de mi casa. Afortunadamente éramos pocos. La familia pequeña -le di la razón al CONAPO- vive mejor.


Dice Miguel, quien comparte la oficina conmigo, que un día de estos va a sahumar todo el edificio. Nada menos hoy, hizo un montículo con los desechos de la perforadora y les prendió fuego en el cesto de basura. Lo descubrí tan comprometido con esa labor que me vi obligado a darle una veladora aromática que el semestre anterior le había comprado a la seño de la cafetería. La parafina, custodiada por un elegante empaque de cerámica con motivos chinos, ardió ya sin ningún perfume, pero Miguel se quedó más tranquilo.

La semana anterior había extraviado, dentro de la oficina, unos documentos indispensables para elaborar el informe anual. Jamás volvimos a ver esos documentos no obstante que unos minutos antes de su desaparición habían estado en mi escritorio. Al final pudimos conseguir unos duplicados en las Oficinas Generales, pero cuando le dije a Miguel que acababa de terminar el informe, sin querer borré el archivo completo de la memoria extraíble en la que trabajaba. Me llevó otros dos días terminar el trabajo.

El lunes fue la graduación del Diplomado de la UAT en el que estuvimos la mitad del año. Fuimos a la ceremonia tan solo para escuchar un discurso tras otro sin recibir ningún documento. Al salir de la sala audiovisual tuve que quitarme los lentes de aumento y ponerme los de sol (debo cargar doble juego de anteojos desde que perdí los desmontables en el accidente aquel). En cuanto subí al coche me percaté de que no tenía mis lentes de aumento. Mis acompañantes me ayudaron a buscarlos por doquier, sin embargo los anteojos no volvieron a aparecer.

Este jueves, mientras íbamos con rumbo a V. Hidalgo a recoger unas constancias, advertí que no llevaba el celular colgado de la cintura. Que no me lo había visto desde que llegué a la escuela, me dijo Miguel; pensé que lo había olvidado en casa. A las dos de la tarde me di cuenta de que lo único que tenía pegado al cinto era el clip de la funda, el resto se había desprendido en algún lugar. Eso tenía que haber ocurrido en los terrenos de mi casa, sería demasiada mala suerte que el teléfono se hubiera caído sin darme cuenta en los cuatro metros que separan la entrada de mi casa y la puerta del coche. Así ocurrió, sin embargo, porque en casa nunca apareció el celular y, cuando llamé a mi propio número, el teléfono estaba fuera de servicio.

De modo que, estimados amigos, otra vez estoy sin celular. No pienso volver a comprarme uno. Menos ahora que estoy pasando por esta rachita. Los remedios que propone Miguel no tendrán efecto alguno, soy yo quien está perdiendo las cosas. Basta con no perder la honra, le digo para que deje de molestar. Hay algo sin embargo que me molesta demasiado, y es el hecho de que no me contesten las llamadas a mis celulares. Con respecto a quienes los han encontrado, comprado o revendido, los que estén haciendo llamadas y tomando fotos con ellos, sólo espero que contraigan el cáncer que estaba destinado para mí.

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