En eso estoy

El color del grajo
(fragmento)

Algo hizo ruido en el agua lodosa al tiempo que volvió a la alameda el primer grajo. En los diez minutos que faltaban para dar las siete fueron llegando decenas, cientos de esas aves negras que trazaron remolinos en el cielo enlutado antes de perderse entre las frondas. Clat clat clat clat, de nuevo llovía, pero esta vez era una granizada de cacas que al día siguiente, bajo el sol reparador, adornarían una calle recién blanqueada, aunque ahora apenas pudieran distinguirse viajando al suelo en la grisura del crepúsculo. El bulevar estaba inundado de coches; las alcantarillas, de agua; los faros de los automotores desenmascaraban una llovizna muy remisa. Geraldo Colín dirigió la cámara fotográfica al cielo y le cayó la oscuridad en la lente. ¡Mierda!, masculló.


Lo habían enviado a tomar fotos de los estropicios que provocó esa inesperada tormenta. “Unas cuantas fotos para la edición de mañana: coches apagados, árboles caídos, accidentes viales, baches; ya sabes”, le dijeron. Pero el espectáculo cotidiano de los pájaros le pareció esta vez una absoluta novedad. Pretendió incluso, por un momento, encontrar algún patrón, algún tipo de lenguaje en las figuras que el vuelo de las aves describía. Del graznido nada podría decir pues los ruidos de todos los pájaros se sumaban hasta producir el mismo sonido que ocasionarían mil colegas suyos adelantando la película en sus cámaras al estilo antiguo. El tiempo que esas cortas reflexiones tardaron en florecer, madurar y finalmente podrirse bajo la luz de la razón, bastaron para que la parvada completa terminara de arribar. El horizonte, cada vez más gris, se veía ahora menos salpicado de manchitas volantes. Quiso tomar una foto de algún pájaro solitario en las alambradas. El clic del disparador marcó el inicio de un conteo insoportable. Uno, dos, tres, cinco segundos pasaron antes de que se desplegara en la pantalla el alambre de lado a lado y una manchita difusa en la esquina de la foto. ¿Ala, cabeza o cola? A decir verdad, podía ser cualquier cosa.


Pensó que si él fuera fotógrafo de una revista científica -puso Natura por ejemplo porque no conocía otra- y no reportero de El Gráfico, el matutino con menor número de páginas y lectores en la ciudad, el paso siguiente debía ser apostarse en algún lugar bien camuflado, improvisar un pedestal para la cámara y, a falta de filtros, esperar la primera luz del día para obtener la mejor foto a costa de lo que fuera. No le quedó claro si la sensación de frío le vino antes o después de notar que tenía ambos pies metidos en un charco. Él ni siquiera era fotógrafo, pensó después, la cámara no era suya y además debía volver cuanto antes a la redacción. Sin embargo iba a aprovechar lo que le quedara de luz al crepúsculo para capturar aunque fuera una sola imagen de esos pajarracos.


Con las calles inundadas el avance de los coches se empezó a volver más lento, difícil, fastidioso. Los chirridos de las aves se multiplicaron con la estridencia de las bocinas. Empezó entonces un ciclo de vuelo y retorno de pájaros en los alambres y en los árboles. Geraldo Colín se había quedado quieto en algún punto debajo de la alameda; la cámara en una mano y los zapatos colgando en la otra, escurriendo todavía; el fango le llegaba hasta las pantorrillas desnudas. Intentó una vez y otra apresar las imágenes de los grajos cada vez que éstos se posaban en las líneas eléctricas o en las copas de los árboles. La imagen real, no obstante lo avanzado del atardecer, exhibía ante sus ojos una claridad infrecuente: un fondo anubarrado y en medio un pájaro negriazul, pico puntiagudo y larga cola, los grandes ojos negros mirando al fotógrafo con cierta magnificencia. Sin embargo fue inútil cualquier intento porque, después de oprimir el botón, la imagen que la cámara le devolvía era tan distinta; el mismo paisaje, cierto, pero sin pájaro; no el pico, no la cola ni los ojos del ave, sí en cambio un manchón negro que mutaba en cada foto. ¿No podía, El Gráfico, darle una maldita cámara a prueba de movimientos?


La brizna se le había acumulado en las pestañas, le empañó la visibilidad; aunque no tanto como para dejar de percibir el descenso del ave. Fue un crepitar de las ramas allá arriba, un sofocado aleteo y después el aterrizaje en el suelo reblandecido. Los graznidos y los cláxones continuaron su extravagante sinfonía. El grajo dio tres pasos en el lodo y se quedó inmóvil. Geraldo tuvo tiempo suficiente para agazaparse, enfocar, y oprimir una vez más el botón. El ave dio entonces un paso adelante y volvió a quedarse quieta. Cuando pasaron los cinco segundos y pudo ver la foto digital, la imagen que debería ser del pájaro era la de un suelo salpicado de mierda y pisadas. La mancha, por supuesto, persistía, sólo que en una forma nueva y en otra región de la foto...

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